Entre Dos Amores: El Precio de Ser Nieta

—¡No puedes llevarte a Camila este fin de semana, mamá! Ya le prometí a papá que la llevaría al parque con él—. Mi voz temblaba, pero intentaba mantenerme firme. Mi madre, con su ceño fruncido y los labios apretados, me miró como si yo fuera una niña otra vez.

—¿Y por qué siempre él? Yo también tengo derecho a ver a mi nieta. ¿O es que ya te olvidaste de todo lo que hice por ti?—. Sus palabras eran cuchillos envueltos en reproches.

Así empezó mi sábado, como casi todos desde que Camila nació hace tres años. Mi hija, con sus rizos oscuros y ojos grandes, era el sol de mi vida… y el campo de batalla de mis padres. Desde que se divorciaron hace más de una década, nunca pudieron estar en la misma habitación sin lanzarse indirectas o competir por mi atención. Ahora, esa competencia tenía una nueva víctima: mi hija.

Recuerdo la primera vez que noté la rivalidad. Fue en el cumpleaños de Camila. Mi papá llegó con una bicicleta rosa, enorme, con moño y todo. Mi mamá, no queriendo quedarse atrás, apareció con una casa de muñecas casi del tamaño del cuarto de Camila. Los dos se miraron de reojo, fingiendo sonrisas mientras yo sentía cómo el aire se volvía denso y pesado.

—¿No crees que es mucho para una niña tan pequeña?— preguntó mi mamá, mirando la bicicleta.

—Bueno, al menos va a aprender a andar en bici antes que tus nietos del otro lado— respondió mi papá, con esa sonrisa sarcástica que tanto detestaba.

Yo solo quería desaparecer. Pero no podía. Tenía que ser la mediadora, la adulta responsable… aunque por dentro me sintiera tan rota como cuando tenía ocho años y escuchaba sus gritos desde mi cuarto.

Vivo en Guadalajara, en un departamento pequeño que apenas puedo pagar con mi trabajo de maestra. Ser madre soltera no estaba en mis planes, pero la vida nunca pregunta. El papá de Camila desapareció cuando supo que estaba embarazada. Mis padres fueron mi red de apoyo… y también mi mayor fuente de estrés.

Cada uno quiere ser el favorito. Mi mamá le compra vestidos nuevos cada semana; mi papá la lleva a comer helado y le enseña canciones rancheras en su guitarra. Pero detrás de cada gesto hay una sombra: la necesidad de ganar, de demostrar quién es más importante en la vida de Camila… y en la mía.

Una tarde, después de una discusión especialmente amarga entre ellos (esta vez por quién iba a cuidar a Camila mientras yo trabajaba), me encerré en el baño y lloré hasta quedarme sin lágrimas. Sentía que estaba repitiendo la historia: la niña atrapada entre dos adultos incapaces de dejar atrás sus heridas.

Mi mejor amiga, Valeria, me escuchaba por teléfono mientras yo sollozaba:

—No sé qué hacer, Vale. Siento que estoy fallando como madre. No quiero que Camila crezca sintiendo que tiene que elegir entre sus abuelos.

—Tienes que poner límites, Isa— me dijo con esa voz suave pero firme—. Ellos no van a cambiar si tú no cambias primero.

Pero poner límites en una familia mexicana no es fácil. Aquí los abuelos son sagrados; decirles “no” es casi un sacrilegio. Además, ¿cómo le dices “no” a tu mamá cuando sabes que se siente sola desde el divorcio? ¿Cómo le niegas algo a tu papá cuando sabes que sufre porque vive lejos y solo ve a Camila los fines de semana?

Un día, Camila me preguntó:

—¿Por qué abuelita y abuelito no se quieren?

Sentí un nudo en la garganta. ¿Cómo explicarle a una niña de tres años el rencor acumulado de dos vidas? Solo pude abrazarla y decirle:

—Ellos te quieren mucho, mi amor. A veces los adultos se pelean porque están tristes o enojados, pero eso no tiene nada que ver contigo.

Pero sí tenía que ver con ella. Y conmigo.

Esa noche decidí que algo tenía que cambiar. Llamé primero a mi mamá.

—Mamá, necesito hablar contigo. No puedo seguir así. Camila está empezando a notar las peleas y eso le hace daño.

Ella guardó silencio unos segundos antes de responder:

—¿Me estás diciendo que no puedo ver a mi nieta?

—No es eso. Solo quiero que respeten los tiempos y los espacios. No quiero más competencia ni regalos exagerados ni comentarios hirientes delante de ella.

Lloró. Me dijo que se sentía desplazada, que yo siempre prefería a papá. Le expliqué que no era una competencia; era la vida de nuestra hija y su bienestar lo primero.

Luego llamé a mi papá. Fue más difícil; él siempre ha sido orgulloso.

—Papá, necesito pedirte algo importante: deja de competir con mamá por Camila. Ella necesita paz, no regalos ni promesas incumplidas.

Se quedó callado mucho rato.

—¿Eso es lo que piensas de mí? ¿Que solo quiero ganar?

—No es eso… pero así se siente. Por favor, ayúdame a criar a Camila en un ambiente sano.

Las siguientes semanas fueron tensas. Hubo silencios incómodos y miradas esquivas en las reuniones familiares. Pero poco a poco empezaron a entenderlo. No fue fácil ni perfecto; todavía hay días en los que siento que todo puede explotar otra vez.

Pero ahora Camila sonríe más tranquila cuando está con sus abuelos. Y yo respiro un poco mejor sabiendo que hice lo correcto.

A veces me pregunto: ¿Cuántos niños en Latinoamérica viven atrapados entre los resentimientos de los adultos? ¿Cuántas veces repetimos las heridas del pasado sin darnos cuenta? ¿Ustedes también han sentido ese peso familiar? ¿Cómo lo han enfrentado?