Entre dos fuegos: Cuando la familia divide el corazón

—¿Por qué no dijiste nada, Andrés? —le susurré, con la voz temblorosa, mientras él miraba fijamente el mantel de flores gastadas sobre la mesa. Afuera, el calor del mediodía hacía vibrar el aire, pero aquí dentro, en la cocina de la casa de sus padres en Córdoba, el frío era otro: el de las palabras no dichas y las heridas abiertas.

Andrés no respondió. Sus manos, grandes y callosas por años de trabajo en el taller mecánico, apretaban una taza de café ya frío. Yo sentía el corazón en la garganta. Todo había pasado tan rápido: la reunión familiar, los papeles sobre la mesa, la voz de su madre, doña Teresa, leyendo el testamento. «La casa queda para tu hermano, Martín. El terreno del fondo, para tu hermana, Lucía. Tú, Andrés, ya tienes tu vida hecha en la ciudad…»

No hubo discusión. Nadie se atrevió a mirar a Andrés a los ojos. Yo sí lo hice, y vi cómo se le rompía algo adentro. Él era el mayor, el que siempre volvía los fines de semana para ayudar a sus padres, el que arreglaba el techo cuando llovía o traía medicinas cuando faltaba el dinero. Pero para ellos, parecía que eso no contaba.

—No quiero hablar —murmuró Andrés finalmente, su voz apenas un hilo.

Me mordí el labio. Yo tampoco sabía qué decir. ¿Cómo consolarlo? ¿Cómo enfrentar a una familia que me miraba como si yo fuera la culpable de que Andrés quisiera algo más en la vida? Desde que nos casamos, sentí que nunca fui suficiente para ellos. «Esa muchacha de la ciudad», decían a mis espaldas. «La que se llevó a nuestro hijo lejos».

Esa noche, mientras Andrés dormía inquieto a mi lado, escuché a través de la pared las voces de Martín y Lucía. Se reían bajito, celebrando su buena suerte. Sentí rabia y vergüenza. ¿Cómo podían ser tan insensibles? ¿No veían el dolor de su hermano?

Al día siguiente, intenté hablar con doña Teresa. La encontré en el patio, regando las plantas.

—Doña Teresa, ¿podemos hablar?

Me miró sin sonreír.

—¿Sobre qué, Mariana?

—Sobre Andrés. Él está muy dolido. Siente que no lo tomaron en cuenta.

Ella suspiró, cansada.

—Mirá, hija, uno hace lo que puede. Martín nunca tuvo suerte, siempre fue el más débil. Lucía… bueno, vos sabés cómo es la vida para una mujer sola en este país. Andrés ya tiene su taller, su casa, su familia. No necesita nada más.

—Pero él solo quería sentirse parte —le respondí, con un nudo en la garganta.

—Eso no es culpa mía —dijo, y se fue adentro sin mirar atrás.

Me quedé ahí, sintiendo el sol quemarme la piel y el alma. Pensé en mi propia familia, en los domingos de asado y risas en Buenos Aires, en cómo mi papá siempre decía: «La familia es lo único que uno tiene». ¿Era cierto? ¿O era solo una ilusión?

Los días pasaron lentos y pesados. Andrés se volvió más callado, más distante. En el taller, trabajaba hasta tarde y apenas comía. Yo trataba de animarlo, pero él solo me miraba con ojos tristes.

Una tarde, Martín apareció en el taller.

—Che, Andrés, no te pongas así. La vieja decidió y ya está. Además, vos siempre fuiste el preferido.

Andrés apretó los dientes.

—¿El preferido? Si así fuera, no me hubieran dejado afuera de todo.

—No seas dramático, hermano. Vos tenés todo. Yo recién ahora voy a poder hacer algo con mi vida.

—¿Y eso justifica que me traten como si no existiera? —Andrés levantó la voz, algo que rara vez hacía.

Martín se encogió de hombros y se fue sin decir más. Yo vi a Andrés romper en llanto por primera vez desde que lo conozco. Me senté a su lado y lo abracé fuerte.

—No sé qué hacer, Mariana —me dijo entre sollozos—. Siempre pensé que la familia era lo más importante. Ahora siento que no tengo nada.

—Me tenés a mí —le susurré—. Y vamos a salir adelante juntos, aunque duela.

Pero el dolor no se iba. La noticia del reparto de la herencia corrió por el barrio. Algunos vecinos murmuraban: «Pobre Andrés, siempre tan buen hijo». Otros decían: «Así es la vida, cada uno recibe lo que le toca». Yo sentía que nadie entendía lo que realmente estaba en juego: no era la casa ni el terreno, era el amor, el reconocimiento, el sentido de pertenencia.

Un domingo, decidí invitar a mi familia a nuestra casa. Mi mamá trajo empanadas, mi papá una guitarra. Hubo risas, música y abrazos. Andrés sonrió por primera vez en semanas. Al final de la tarde, mi papá se le acercó.

—Mirá, hijo, la familia a veces duele más que cualquier otra cosa. Pero uno tiene que elegir con quién quedarse. Vos tenés tu familia acá —y me miró a mí—. No dejes que el rencor te quite lo que sí tenés.

Esa noche, Andrés me abrazó fuerte.

—Gracias por no soltarme —me dijo.

Hoy, meses después, seguimos reconstruyendo nuestra vida. Andrés habla poco con sus padres y hermanos, pero poco a poco va sanando. Yo aprendí que la familia no siempre es como uno sueña, pero también que uno puede elegir a quién llamar familia.

A veces me pregunto: ¿cuántas familias en Latinoamérica viven historias como la nuestra? ¿Cuántos hijos se sienten ajenos en su propia casa? ¿Vale la pena pelear por lo material si en el camino perdemos lo esencial?

¿Y ustedes? ¿Alguna vez sintieron que la familia les dio la espalda? ¿Qué harían en mi lugar?