Entre dos mundos: El precio de sostener mi hogar sola
—¡Benjamín, ya son las ocho! ¿Vas a ayudarme con los niños o vas a seguir ahí pegado a la pantalla?— grité desde la cocina, mientras el olor a frijoles refritos llenaba el pequeño departamento en Iztapalapa. No hubo respuesta. Solo el eco de disparos digitales y voces extrañas que salían del cuarto.
Me llamo Brianna. Tengo 34 años y hace un año mi vida cambió por completo. Benjamín, mi esposo, perdió su trabajo en una fábrica de autopartes. Al principio pensé que sería algo temporal, que pronto encontraría algo más. Pero los días se hicieron semanas, las semanas meses, y ahora, un año después, él sigue ahí, sentado frente a la computadora, escapando de una realidad que yo ya no puedo cargar sola.
Recuerdo cuando era diferente. Benjamín era alegre, bromista, siempre dispuesto a ayudarme con Harper y Alexander, nuestros hijos de seis y cuatro años. Pero desde que lo despidieron, algo en él se rompió. Al principio lo entendí: la vergüenza, la frustración, la sensación de fracaso. Pero después… después solo quedó el vacío y el sonido constante de los videojuegos.
—Mamá, ¿puedes ayudarme con la tarea?— preguntó Harper, jalándome la blusa mientras yo intentaba responder mensajes del trabajo en mi celular.
—Sí, mi amor. Dame un minuto— respondí, tragándome las ganas de llorar. Tenía que enviar un reporte urgente para la empresa de ventas por catálogo donde trabajo desde casa. Si no cumplía con mis metas este mes, perdería el bono que nos ayuda a pagar la renta.
En la noche, cuando por fin logré acostar a los niños, me acerqué al cuarto donde Benjamín seguía jugando. La luz azulada iluminaba su rostro cansado. Me senté en la cama y lo miré.
—¿Hasta cuándo piensas seguir así?— pregunté en voz baja.
Él ni siquiera volteó a verme. —Ya casi acabo esta partida— murmuró.
Sentí una rabia tan grande que tuve que salir antes de decir algo de lo que me arrepintiera. Me encerré en el baño y lloré en silencio. No podía más. ¿Por qué tenía que ser yo la fuerte siempre? ¿Por qué nadie me preguntaba cómo estaba?
Al día siguiente, mientras llevaba a los niños a la escuela en el microbús, escuché a dos señoras hablar sobre sus maridos: “El mío también se quedó sin chamba, pero al menos sale a buscarle”, decía una. Sentí una punzada de envidia y vergüenza. ¿Qué dirían si supieran que el mío ni siquiera sale del cuarto?
En el trabajo todo era presión: llamadas, clientes enojados porque no les llegó su pedido, jefes exigiendo resultados. Y yo ahí, con la cabeza en mil cosas: la renta atrasada, los útiles escolares, el recibo de luz que llegó más caro este mes porque Benjamín no apaga nunca la computadora.
Una tarde, Harper llegó llorando de la escuela porque un niño le dijo que su papá era un flojo. Me dolió más de lo que esperaba.
—No le hagas caso, mi amor. Papá está… está pasando por un momento difícil— le dije, aunque ni yo misma me creía esa excusa.
Esa noche enfrenté a Benjamín.
—¿Sabes lo que le dijeron hoy a tu hija? ¿No te importa lo que está pasando aquí afuera? ¡Te necesitamos!— le grité entre lágrimas.
Por primera vez en meses, me miró a los ojos. Vi miedo y tristeza en su mirada.
—No sé cómo salir de esto, Brianna… Me siento inútil… Si salgo allá afuera y no encuentro nada… ¿qué voy a hacer?— susurró.
Me senté junto a él y lloramos juntos. Por un momento sentí que podía entenderlo. Pero al día siguiente todo volvió a ser igual: él frente a la pantalla y yo corriendo para que nada faltara en casa.
A veces pienso en dejarlo. Fantaseo con tomar a mis hijos e irme con mi mamá a Puebla. Pero luego recuerdo los buenos tiempos y me aferro a la esperanza de que algún día Benjamín regrese a nosotros.
La familia me juzga: “¿Por qué lo aguantas?”, “Ese hombre ya no va a cambiar”, “Estás desperdiciando tu vida”. Pero nadie entiende lo difícil que es soltar cuando aún amas y cuando tus hijos preguntan por su papá todas las noches.
Hace poco encontré a Alexander jugando solo con un control desconectado frente al televisor. “Estoy jugando como papá”, me dijo con una sonrisa inocente. Sentí un nudo en la garganta. ¿Eso es lo que quiero para mis hijos?
Hoy escribo esto mientras los niños duermen y Benjamín sigue perdido en su mundo virtual. No sé cuánto tiempo más podré seguir así. Siento que me estoy apagando poco a poco.
¿Hasta cuándo una mujer debe cargar sola con todo? ¿Cuántas familias más están viviendo esto en silencio? ¿Vale la pena seguir esperando o es momento de buscar mi propia felicidad?
¿Y ustedes? ¿Qué harían si estuvieran en mi lugar?