Entre dos mundos: la historia de una hija invisible

—¿Por qué siempre tengo que ser yo, mamá? —pregunté con la voz quebrada, mientras sostenía el teléfono con una mano y limpiaba las lágrimas con la otra.

Del otro lado, la voz de mi madre sonó seca, casi impaciente:

—Porque eres la más responsable, Mariana. Tu hermano está ocupado y tu hermana vive lejos. ¿Quién más lo va a hacer?

Era martes por la noche y acababa de llegar del trabajo, agotada después de doce horas en el hospital público de San Salvador, donde soy enfermera. Apenas me había quitado los zapatos cuando mi madre llamó para decirme que mi abuela se había caído otra vez y que alguien tenía que quedarse con ella toda la noche. Ese alguien, como siempre, era yo.

No recuerdo cuándo empezó este ciclo. Tal vez desde niña, cuando mi papá se fue de casa y mi mamá se quedó sola con nosotros tres. Yo era la del medio, la que nunca hacía suficiente ruido para ser notada, pero siempre estaba ahí cuando hacía falta. Mi hermano mayor, Alejandro, era el orgullo de la familia porque consiguió trabajo en una empresa grande en San José. Mi hermana menor, Camila, se fue a estudiar a México y rara vez llama. Yo… yo era la que estaba cerca, la que no se fue, la que nunca dijo que no.

Esa noche, mientras veía a mi abuela dormir en su cama vieja de madera, pensé en todo lo que había sacrificado: los fines de semana con mis amigas, las oportunidades de estudiar fuera, incluso mis propias citas médicas. Todo por estar disponible para los demás. Pero nadie parecía notarlo. En las reuniones familiares, yo era la que servía el café y recogía los platos mientras los demás reían y contaban historias. Si alguna vez me atrevía a hablar de mis problemas, cambiaban de tema o me decían: “Ay, Mariana, tú eres fuerte, tú puedes con todo”.

Una vez le pregunté a mi mamá si alguna vez pensó en cómo me sentía yo.

—No te pongas dramática —me dijo—. Hay gente que tiene problemas de verdad.

Sentí una mezcla de rabia y tristeza. ¿Acaso mis sentimientos no valían nada? ¿Por qué el dolor ajeno siempre era más importante que el mío?

Las cosas empeoraron cuando mi papá reapareció después de quince años sin dar señales. Llegó con una nueva esposa y un hijo pequeño. Mi mamá lo recibió en casa como si nada hubiera pasado. Alejandro lo abrazó y Camila lloró de emoción. Yo… yo no sentí nada. Solo vacío.

—¿No vas a saludar a tu papá? —me preguntó Camila.

—No sé si tengo algo que decirle —respondí bajito.

Esa noche escuché a mi papá contar historias sobre su nueva familia en Honduras. Todos reían menos yo. Cuando intenté irme temprano, mi mamá me detuvo:

—Quédate un rato más, Mariana. Ayúdame con los platos.

Siempre los platos. Siempre el trabajo invisible.

Un día, después de una guardia agotadora en el hospital —había perdido a un paciente joven por falta de insumos— llegué a casa y encontré a mi hermano esperándome en la sala.

—Necesito que me prestes dinero —me dijo sin rodeos—. Es para pagar una deuda urgente.

Le expliqué que apenas me alcanzaba para pagar el alquiler y comprar comida.

—Pero tú siempre ayudas —insistió—. No seas egoísta.

Esa palabra me dolió más que cualquier otra cosa. Egoísta. ¿Por pensar en mí misma por una vez?

Esa noche lloré hasta quedarme dormida. Soñé con una vida diferente: una donde pudiera decir “no” sin sentir culpa, donde mis necesidades fueran tan importantes como las de los demás.

Al día siguiente, en el hospital, una paciente mayor me tomó la mano y me dijo:

—Usted tiene un corazón grande, pero no deje que se lo rompan por no saber decir basta.

Sus palabras me persiguieron todo el día. ¿Y si tenía razón? ¿Y si era hora de poner límites?

La oportunidad llegó más rápido de lo que pensé. Un sábado por la mañana, mi mamá llamó para decirme que organizara el cumpleaños de mi abuela porque “nadie más podía”. Sentí el impulso de aceptar como siempre, pero algo dentro de mí cambió.

—No puedo, mamá —dije con voz firme—. Este fin de semana es para mí.

Hubo un silencio largo al otro lado del teléfono.

—¿Estás bien? —preguntó ella finalmente.

—Sí —respondí—. Solo necesito descansar.

Colgué temblando, esperando sentirme culpable. Pero lo único que sentí fue alivio.

Ese fin de semana salí a caminar por el parque, fui al cine sola y me compré un helado sin pensar en nadie más. Por primera vez en años sentí que respiraba aire fresco.

El lunes siguiente mi mamá no me habló. Alejandro mandó un mensaje diciendo que esperaba más de mí. Camila ni siquiera respondió mis llamadas. Me dolió, pero también entendí algo: si siempre estoy disponible para todos menos para mí misma, ¿quién va a cuidar de mí?

Hoy sigo luchando por encontrar mi lugar entre el amor y el sacrificio. A veces recaigo y vuelvo a decir “sí” cuando debería decir “no”. Pero cada día intento un poco más ser fiel a lo que siento y necesito.

Me pregunto: ¿cuántos de nosotros vivimos atrapados entre las expectativas familiares y nuestro propio bienestar? ¿Hasta dónde llega el amor antes de convertirse en abuso? ¿Y tú… te has sentido invisible alguna vez?