Entre el amor de madre y el rechazo: La historia de una familia dividida

—¡No entiendo cómo puedes estar tan ciego, Nicolás! —le grité, con la voz quebrada y las manos temblando sobre la mesa de la cocina. El aroma del café recién hecho se mezclaba con el aire denso de la discusión. Mi hijo, mi único hijo, me miraba con esos ojos oscuros que heredó de su padre, llenos de una tristeza que no recordaba haberle visto nunca.

—Mamá, basta —me dijo, bajando la mirada—. No quiero seguir hablando de esto. Camila es mi esposa y la amo.

Desde el primer día que Nicolás trajo a Camila a casa, sentí que algo no encajaba. No era de nuestro barrio, no compartía nuestras costumbres, ni siquiera sabía preparar un buen guiso de lentejas como lo hacía mi mamá. Recuerdo ese primer almuerzo familiar: mi hermana Lucía cuchicheando en la cocina, mi esposo Ernesto mirando a Camila como si fuera una extraña en nuestra mesa, y yo… yo fui la más dura. Le pregunté por su familia, por su trabajo, por sus planes de tener hijos. Ella sonreía nerviosa, tratando de agradar, pero yo sólo veía a alguien que venía a robarme a mi hijo.

—¿Por qué no puede encontrar una muchacha como las de aquí? —le dije a Ernesto esa noche, mientras lavaba los platos.

—Déjalo ser feliz, Marta —me respondió él, cansado—. No podemos elegir por él.

Pero yo no podía dejarlo. Cada vez que Camila venía a casa, encontraba un motivo para criticarla: que si la sopa estaba sosa, que si no ayudaba a poner la mesa, que si se reía demasiado fuerte. Mis hermanas me apoyaban en silencio; nadie quería a Camila. Decían que era fría, que no se integraba, que sólo estaba con Nicolás por interés. Y yo… yo alimenté ese rechazo.

Pasaron los meses y Nicolás se fue alejando. Ya no venía los domingos a almorzar, ya no me llamaba para contarme sus cosas. Un día lo enfrenté:

—¿Por qué ya no vienes? ¿Te avergüenzas de tu familia?

—No es eso, mamá —me dijo con voz cansada—. Es que aquí nadie acepta a Camila. Me duele verla triste cada vez que salimos de tu casa.

No supe qué responderle. Sentí rabia y tristeza al mismo tiempo. ¿Cómo podía él elegirla a ella antes que a nosotros?

El tiempo pasó y la distancia creció. Un día recibí una llamada de mi hermana Lucía:

—¿Supiste que Camila perdió el trabajo? Nicolás está trabajando doble turno para mantenerlos.

Sentí una punzada en el pecho. Quise llamarlo, pero el orgullo pudo más. «Que aprenda», pensé. «Así verá quién es ella realmente».

Pero los meses pasaron y Nicolás no volvió. Ni llamadas, ni mensajes. En Navidad puse un plato extra en la mesa, esperando que apareciera con Camila, pero sólo hubo silencio y miradas incómodas entre los pocos que quedamos.

Una tarde lluviosa, mientras regaba las plantas del patio, lo vi llegar. Estaba más delgado, ojeroso. Me abrazó fuerte y lloró en mi hombro como cuando era niño.

—Mamá… ya no puedo más —me dijo entre sollozos—. Siento que tengo que elegir entre ustedes y Camila… y no quiero perder a nadie.

Me quedé muda. Por primera vez vi el dolor real en sus ojos. No era sólo rebeldía o capricho: era sufrimiento.

Esa noche no dormí. Pensé en todo lo que había hecho: las palabras duras, los gestos fríos, las veces que le cerré la puerta en la cara a Camila sin darme cuenta. ¿En qué momento el amor de madre se volvió veneno?

Al día siguiente fui a buscarlo a su departamento. Toqué la puerta con el corazón en la mano. Camila abrió; tenía los ojos hinchados y el cabello recogido en un moño desordenado.

—¿Puedo pasar? —le pregunté con voz temblorosa.

Ella asintió y me dejó entrar. Nicolás estaba sentado en el sofá, mirando al vacío.

—Vengo a pedirles perdón —dije sin rodeos—. Sé que he sido injusta contigo, Camila… y contigo también, hijo. No supe ver lo importante que eres para él… ni lo feliz que lo haces.

Camila me miró sorprendida; Nicolás empezó a llorar otra vez.

—Mamá…

—No quiero perderte —le dije—. No quiero perderlos a ninguno de los dos.

Nos abrazamos los tres en silencio. Sentí cómo algo se rompía dentro de mí: el orgullo, el miedo… todo eso se fue desvaneciendo poco a poco.

Pero las heridas ya estaban hechas. Aunque intenté acercarme más a Camila después de ese día —invitándola a tomar mate, enseñándole recetas familiares— algo se había roto entre nosotros. La confianza ya no era la misma; las visitas eran cortas y llenas de silencios incómodos.

Un día Nicolás me llamó para decirme que se mudarían a otra ciudad por trabajo. Sentí que el mundo se me venía abajo.

—Es lo mejor para nosotros —me dijo—. Necesitamos empezar de nuevo… lejos de todo esto.

No supe qué decirle. Sólo lloré en silencio cuando colgó el teléfono.

Ahora paso los días mirando fotos viejas: Nicolás de niño en la playa, su primer día de escuela, su sonrisa cuando le regalamos su primera bicicleta. Me pregunto en qué momento dejé de ser su refugio para convertirme en su tormenta.

A veces escucho a mis vecinas hablar mal de sus nueras y siento ganas de gritarles: «¡No cometan mi error!» Pero me callo; cada quien aprende a golpes lo que significa amar sin condiciones.

Hoy sólo me queda esperar una llamada, un mensaje… o quizás una visita inesperada algún domingo cualquiera.

¿Hasta dónde puede llegar el amor de una madre antes de volverse egoísmo? ¿Cuántas familias más se romperán por culpa del orgullo y los prejuicios? ¿Y si hubiera actuado diferente… estaría mi hijo hoy aquí conmigo?