Entre el amor de un hijo y el odio de una nuera: Mi verdad silenciada
—¡No te atrevas a volver a llamar a Pablo cuando esté en casa! —La voz de Mariana retumbó en mi oído como un trueno inesperado. Era la tercera vez en la semana que me llamaba solo para gritarme, para acusarme de cosas que ni siquiera entendía. Me quedé paralizada, con el teléfono temblando en mi mano, mientras escuchaba cómo mi nuera me acusaba de querer destruir su matrimonio.
—Mariana, por favor, no entiendo por qué piensas eso. Solo llamé para saber cómo estaban… —intenté explicarme, pero ella me interrumpió con un bufido.
—¡No te hagas la inocente, Teresa! Sé perfectamente que quieres que Pablo vuelva a vivir contigo. ¡No lo vas a lograr! —y colgó sin darme oportunidad de responder.
Me quedé sentada en la cocina, mirando la taza de café que ya se había enfriado. Afuera, el bullicio del barrio en Guadalajara seguía su curso: los niños jugando en la calle, el vendedor de tamales gritando su pregón, la vecina saludando desde la ventana. Pero dentro de mi casa, solo había silencio y un dolor sordo en el pecho.
Desde que Pablo se casó con Mariana hace dos años, todo cambió. Al principio pensé que era normal, que las cosas se acomodarían con el tiempo. Pero Mariana nunca intentó ocultar su desprecio hacia mí. Cada visita era una prueba: si cocinaba algo especial para ellos, ella lo criticaba; si le daba un consejo a Pablo, ella lo tomaba como una ofensa personal.
Una tarde, mientras lavaba los platos, escuché a Pablo llegar. Supe que venía solo porque Mariana nunca lo acompañaba cuando visitaba la casa donde creció. Me limpié las manos y salí a recibirlo.
—Hola, ma —dijo él, dándome un abrazo rápido. Sentí su cuerpo tenso, como si temiera que alguien lo estuviera mirando.
—¿Todo bien en casa? —pregunté con cautela.
Él bajó la mirada y suspiró.
—Mariana está… bueno, ya sabes cómo es. Dice que deberías dejar de meterte en nuestra vida.
Sentí una punzada en el corazón. ¿Acaso preguntar cómo estaban era meterse? ¿Acaso prepararles su comida favorita era una invasión?
—Pablo, yo solo quiero lo mejor para ti. Eres mi hijo…
—Lo sé, ma. Pero por favor, no le des motivos para enojarse más —me pidió casi en un susurro.
Me mordí los labios para no llorar. ¿En qué momento mi amor se volvió una carga para él?
Los días pasaron y las llamadas de Mariana se hicieron más frecuentes y crueles. Una noche, después de una discusión especialmente dura, me atreví a marcarle a mi hermana Lucía en Monterrey.
—¿Y qué dice Pablo? —preguntó Lucía con esa voz cálida que siempre me tranquilizaba.
—Nada… Solo me pide que no la provoque. Como si yo fuera la culpable de todo —le respondí entre sollozos.
—Ay, Tere… Hay nueras que sienten celos de la suegra porque piensan que les vas a quitar al marido. Pero tú siempre has sido buena con ella.
—Eso creía —dije—. Pero parece que nada es suficiente.
Esa noche no dormí. Me quedé pensando en todas las veces que Mariana me miró con desprecio, en las veces que Pablo evitó defenderme para no tener problemas en su casa. Recordé cuando Pablo era niño y corría a abrazarme después de caerse; ahora parecía que tenía miedo de acercarse demasiado a mí.
Un domingo decidí ir a visitarlos sin avisar. Llevé un pastel de tres leches que sabía que a Pablo le encantaba desde pequeño. Mariana abrió la puerta y su expresión fue suficiente para hacerme sentir como una intrusa.
—¿Qué haces aquí? —preguntó sin saludarme.
—Vine a dejarle esto a Pablo…
—No necesitamos nada tuyo —me interrumpió y cerró la puerta casi en mi cara.
Me quedé parada unos segundos frente a la reja, sintiendo cómo las lágrimas me ardían en los ojos. Escuché risas dentro de la casa y sentí que el mundo se me venía abajo.
Esa noche Pablo me llamó.
—Ma, Mariana está muy molesta porque viniste sin avisar. Dice que no respetas nuestra privacidad.
—Solo quería verte…
—Por favor, ma… No quiero más problemas —su voz sonaba cansada, derrotada.
Colgué sin decir nada más. Me sentí invisible, como si mi existencia fuera una molestia para todos.
Pasaron los meses y empecé a evitar llamarles o visitarlos. Me refugié en mis plantas y en las charlas con mis vecinas. Pero cada vez que veía a una madre abrazar a su hijo en el parque o escuchaba a alguien hablar con cariño de su familia, sentía una herida abierta dentro de mí.
Un día recibí una llamada inesperada de Mariana.
—Teresa —dijo con voz fría—. Solo llamo para decirte que vamos a mudarnos a Ciudad de México por el trabajo de Pablo. No quiero que estés llamando ni interfiriendo más en nuestra vida. Déjanos en paz.
No supe qué responderle. Solo colgué y me senté en el sillón donde tantas veces acuné a Pablo cuando era bebé.
Esa noche soñé con mi madre, con sus manos arrugadas acariciando mi cabello cuando yo lloraba por algún desamor adolescente. Desperté llorando, sintiendo un vacío imposible de llenar.
Pasaron semanas sin noticias de ellos. Un día recibí un mensaje de Pablo: «Ma, llegamos bien. Estoy ocupado con el trabajo. Cuídate». Eso era todo lo que quedaba entre nosotros: mensajes fríos y distantes.
A veces pienso si hice algo mal. Si fui demasiado protectora o si debí poner límites desde el principio. Pero también sé que el amor de madre nunca debería ser motivo de vergüenza o conflicto.
Hoy sigo esperando una llamada, una señal de reconciliación. Pero también he aprendido a vivir con este dolor silencioso, con la esperanza de que algún día Pablo recuerde quién estuvo siempre ahí para él.
¿Hasta cuándo una madre debe callar por el bien de su hijo? ¿Cuántas veces más debo sacrificar mi felicidad para no perderlo por completo? ¿Alguien más ha sentido este dolor tan profundo y callado?