Entre el amor y el abandono: la historia de Mariana

—¿Así que ahora todo es mi culpa? —le grité a Javier, con la voz quebrada y las manos temblando mientras sostenía la taza de café que no había podido terminar esa mañana. Él me miró con esa mezcla de cansancio y fastidio que últimamente era su única expresión. Afuera, los gritos de los niños jugando en el patio parecían venir de otro mundo.

—No es que sea tu culpa, Mariana —dijo, bajando la mirada—. Pero… tú misma lo dijiste: desde que nacieron los niños, todo cambió. Ya no eres la misma. Yo tampoco.

Sentí que el suelo se abría bajo mis pies. ¿Cómo podía decirme eso después de todo lo que hice por nuestra familia? ¿Después de años de levantarme antes del amanecer para preparar los desayunos, de correr entre el trabajo y la escuela, de ser la primera en llegar a las reuniones de padres y la última en acostarse cada noche? ¿No veía él que mi vida giraba alrededor de ellos… y de él?

Mi nombre es Mariana López. Nací en un barrio popular de Medellín, donde las mujeres aprendemos desde niñas a ser fuertes, a cargar con todo sin que se nos note el cansancio. Mi mamá siempre decía: “Las mujeres somos el corazón de la casa”. Yo lo creí. Por eso, cuando Javier y yo nos casamos, juré ser la mejor esposa y madre posible.

Pero nadie te prepara para el día en que tu esposo llega tarde, huele a perfume ajeno y te mira a los ojos para decirte que está confundido. Nadie te prepara para escuchar, entre susurros y excusas, que hay otra mujer. Que él “necesitaba sentirse vivo otra vez”.

—¿Y yo? —le pregunté esa noche, con lágrimas corriéndome por las mejillas—. ¿Yo no merezco sentirme viva?

Él no respondió. Solo se quedó ahí, sentado al borde de la cama, mirando sus manos como si en ellas estuviera escrita la respuesta.

Los días siguientes fueron un infierno silencioso. Yo seguía cumpliendo con todo: llevaba a Camila a sus clases de ballet, ayudaba a Mateo con las tareas, cocinaba para todos. Pero por dentro sentía que me estaba desmoronando. Mi hermana Lucía vino a verme una tarde y me encontró llorando en la cocina.

—Mariana, tienes que pensar en ti —me dijo, abrazándome fuerte—. No eres solo mamá ni solo esposa. Eres mujer.

Pero ¿cómo hacerlo? ¿Cómo pensar en mí cuando toda mi vida había sido para ellos? Recordé las veces que Javier se quejaba porque yo estaba cansada o porque prefería dormir antes que salir con él. Recordé cómo me sentía orgullosa de ser el pilar de mi familia… hasta que ese pilar se resquebrajó.

Una noche, mientras doblaba la ropa de los niños, escuché a Camila preguntarle a su hermano:

—¿Por qué mamá está triste?

Mateo respondió bajito:

—Porque papá ya no la quiere.

Sentí que el corazón se me partía en mil pedazos. ¿Eso era lo que mis hijos veían? ¿Una mamá triste y un papá ausente?

Decidí enfrentar a Javier una vez más. Esperé a que los niños se durmieran y lo llamé al comedor.

—No puedo seguir así —le dije—. No puedo cargar sola con todo esto. Si te vas a ir, dímelo ahora. Pero si te quedas, tienes que luchar conmigo.

Él me miró largo rato antes de hablar.

—No sé si puedo —susurró—. Siento que ya no encajo aquí.

Esa noche no dormí. Pensé en mi mamá, en cómo ella también había soportado silencios y ausencias por años. Pensé en todas las mujeres que conocía: vecinas, amigas, tías… todas habían sacrificado algo por sus familias. ¿Era ese nuestro destino?

Al día siguiente llevé a los niños al parque y me senté en una banca, mirando cómo jugaban bajo el sol tibio de la tarde paisa. Una señora mayor se sentó a mi lado y, como si leyera mis pensamientos, me dijo:

—Mija, uno no puede vivir solo para los demás. Si usted no se cuida, nadie lo va a hacer por usted.

Sus palabras me hicieron llorar otra vez, pero también sembraron una semilla dentro de mí.

Esa noche escribí una carta para Javier. Le dije todo lo que sentía: el dolor, la rabia, la tristeza… pero también le hablé de mis sueños olvidados, de las cosas que quería recuperar para mí misma. Le pedí respeto y honestidad, aunque eso significara aceptar el final.

Pasaron semanas difíciles. Javier se fue unos días a casa de su madre para “pensar”. Los niños preguntaban por él y yo hacía lo posible por mantenerme entera frente a ellos. Empecé a salir a caminar sola por las mañanas; retomé un curso de repostería que siempre quise hacer; llamé a mis amigas y les conté lo que estaba pasando.

Un día Javier volvió. Me pidió perdón entre lágrimas y prometió intentar reconstruir lo nuestro. Pero yo ya no era la misma. Por primera vez en mucho tiempo, sentí que podía elegir.

Hoy sigo luchando cada día por mi familia… pero también por mí misma. Aprendí que no puedo cargar sola con todo ni dejarme al final de la lista. Mis hijos merecen una mamá feliz y yo merezco sentirme viva.

A veces me pregunto: ¿cuántas mujeres más viven esta historia en silencio? ¿Cuándo aprenderemos a ponernos primero sin sentir culpa? ¿Ustedes qué harían en mi lugar?