Entre el amor y el cansancio: La abuela invisible

—¿Mamá Carmen, puedes quedarte con los niños hoy otra vez?— La voz de Mariana retumbó en la cocina mientras yo intentaba terminar de lavar los platos. Ni siquiera esperó mi respuesta. Ya estaba saliendo por la puerta, dejando a Emiliano y Sofía en mi sala, con sus mochilas y sus risas que llenaban la casa de alegría y, últimamente, también de agotamiento.

Me quedé mirando el reloj. Eran las siete de la mañana. Ni siquiera había terminado mi café. Sentí una punzada en el pecho, una mezcla de amor y cansancio. Amo a mis nietos, daría la vida por ellos, pero últimamente siento que me estoy desvaneciendo. Nadie pregunta si tengo ganas, si tengo fuerzas, si quiero salir a caminar o simplemente dormir un poco más. Solo se asume que estoy aquí, disponible, como si fuera un mueble más de la casa.

Cuando nació Emiliano, lloré de emoción. Recuerdo cómo lo sostuve por primera vez en mis brazos y sentí que la vida me regalaba una segunda oportunidad para amar. Pero ahora, cinco años después y con Sofía también corriendo por la casa, siento que me he convertido en la niñera oficial de la familia. Mariana y mi hijo Luis trabajan todo el día. Entiendo que la vida es difícil, que todo está caro y que no hay dinero para guarderías. Pero ¿en qué momento dejé de ser Carmen para convertirme solo en «la abuela»?

—¡Abue! ¿Me ayudas con la tarea?— gritó Emiliano desde el comedor.

—Claro, mi amor —respondí, forzando una sonrisa mientras me sentaba junto a él.

Mientras le explicaba las sumas y restas, mi mente volaba lejos. Recordaba cuando yo era joven y trabajaba en la panadería del barrio. Tenía sueños, amigas, salidas al parque los domingos. Ahora mis días se resumen en cuidar niños, cocinar y esperar a que alguien se acuerde de preguntarme cómo estoy.

Una tarde, mientras Sofía dormía la siesta y Emiliano veía caricaturas, me senté en el sillón y cerré los ojos. Sentí un dolor agudo en la espalda. Pensé en llamar a mi hijo Luis para decirle que necesitaba descansar, pero recordé su cara cansada y su voz apresurada: «Mamá, no tenemos a nadie más». ¿Y yo? ¿Quién me cuida a mí?

Esa noche, cuando Mariana vino por los niños, le dije con voz temblorosa:

—Mariana, necesito hablar contigo.

Ella me miró sorprendida, como si no entendiera por qué yo tendría algo importante que decir.

—¿Qué pasa? ¿Todo bien con los niños?

—Sí… pero yo… estoy cansada. Me duele la espalda todo el tiempo y a veces siento que ya no puedo más.

Mariana suspiró y miró hacia otro lado.

—Es que no tenemos otra opción, Carmen. Tú sabes cómo está todo. Las guarderías son caras y no confiamos en cualquiera.

Sentí un nudo en la garganta. Quise gritarle que yo tampoco soy inmortal, que también tengo límites. Pero solo asentí con la cabeza y me despedí de los niños con un beso.

Esa noche lloré en silencio. Pensé en mi esposo fallecido, en cómo él siempre me decía: «Carmen, tienes derecho a vivir tu vida». Pero ¿cómo hacerlo cuando todos esperan que seas fuerte siempre?

Al día siguiente, decidí hablar con mi hermana Lucía por teléfono.

—No puedes seguir así —me dijo ella—. Tienes que poner límites. Si no lo haces tú, nadie lo hará por ti.

Pero poner límites en una familia mexicana no es fácil. Aquí las abuelas somos el pilar, las que sostienen todo cuando los demás ya no pueden más. Si digo que no puedo cuidar a los niños todos los días, ¿seré egoísta? ¿Me dejarán de querer?

Pasaron las semanas y mi salud empeoró. Un día me desmayé en la cocina mientras preparaba la comida para los niños. Cuando desperté en el hospital, Luis estaba a mi lado con los ojos rojos de tanto llorar.

—Perdóname, mamá —me dijo entre sollozos—. No me di cuenta de cuánto te estábamos exigiendo.

Mariana también estaba ahí, callada y avergonzada.

Después de ese susto, las cosas cambiaron un poco. Luis y Mariana buscaron una guardería dos veces por semana y contrataron a una vecina para ayudar algunos días. Yo sigo cuidando a mis nietos porque los amo, pero ahora también tengo tiempo para mí: para leer mis novelas románticas, salir al parque con Lucía o simplemente dormir una siesta sin culpa.

A veces me pregunto: ¿Por qué nos cuesta tanto pedir ayuda? ¿Por qué creemos que amar a nuestra familia significa olvidarnos de nosotras mismas? Ojalá más abuelas se animen a decir lo que sienten antes de llegar al límite como yo.