Entre el amor y el deber: La historia de Lena en Ciudad de México

—¡Lena! ¿Otra vez con esa idea de irte a estudiar a la capital? —gritó mi mamá desde la cocina, mientras el olor a café y pan dulce llenaba el pequeño departamento en Iztapalapa.

Yo tenía diecisiete años y, aunque era la única hija, sentía que mi vida ya estaba escrita por otros. Mi prima Mariana siempre decía: “No te pongas a soñar, Lena. Lo importante es casarse bien. Así, pase lo que pase, siempre sales ganando”. Y mi mamá asentía, como si esas palabras fueran una ley universal.

Pero yo no quería eso. Yo quería estudiar psicología en la UNAM, conocer gente nueva, caminar por los pasillos llenos de murales y sentir que mi vida era mía. Sin embargo, cada vez que lo mencionaba, mi papá fruncía el ceño y decía: “Aquí también hay buenas universidades. ¿Para qué ir tan lejos?”

Esa noche, mientras cenábamos sopa de fideo y tortillas recién hechas, mi mamá soltó la bomba:

—Hablé con la señora Teresa. Su hijo Julián acaba de regresar de Monterrey. Es ingeniero y está buscando una muchacha seria. ¿Por qué no lo conoces?

Sentí que el corazón se me caía al estómago. Julián era amable, sí, pero yo apenas lo recordaba de las reuniones familiares. No quería ser la esposa de alguien solo porque era lo que se esperaba de mí.

—Mamá, yo quiero estudiar —dije bajito, casi sin voz.

—Eso puedes hacerlo después. Primero asegúrate un buen futuro —respondió ella, sin mirarme a los ojos.

Esa noche lloré en silencio. Mi papá entró a mi cuarto y me acarició el cabello.

—No llores, hijita. Nosotros solo queremos lo mejor para ti.

—¿Y si lo mejor para mí es otra cosa? —pregunté entre sollozos.

Él suspiró y salió sin decir nada más.

Pasaron los días y Mariana me llamaba cada tarde para preguntarme si ya había aceptado salir con Julián.

—Mira, Lena —me dijo un día—, yo también soñaba con ser arquitecta, pero aquí estoy, casada con un contador y con dos hijos. No me falta nada.

—¿Pero eres feliz? —le pregunté.

Guardó silencio unos segundos.

—La felicidad viene después, cuando ves que tienes estabilidad. No seas tonta.

Pero yo no podía resignarme. Así que una mañana, después de una discusión especialmente dura con mi mamá —que terminó con ella llorando y diciendo que yo era una desagradecida—, tomé mis ahorros y fui a la central de autobuses. Compré un boleto a Ciudad Universitaria y llamé a mi tía Lucía, que vivía cerca de Coyoacán.

—Tía, ¿puedo quedarme contigo unos días? Solo hasta encontrar algo —le pedí con la voz temblorosa.

Ella aceptó sin dudarlo. Sabía que mi tía había sido siempre la oveja negra de la familia: nunca se casó y trabajaba como editora en una revista cultural. Cuando llegué a su departamento lleno de libros y plantas, sentí por primera vez que podía respirar.

Los primeros días fueron difíciles. Extrañaba a mis papás, pero también sentía una libertad desconocida. Me inscribí al examen de admisión y conseguí un trabajo medio tiempo en una cafetería cerca del campus. Cada día era una lucha: el dinero apenas alcanzaba, tenía miedo de fallar y sentía la culpa clavándose en mi pecho cada vez que hablaba con mi mamá por teléfono.

—¿Cuándo vas a regresar? Aquí te extrañamos —me decía ella entre suspiros.

—Pronto, mamá. Solo quiero intentar esto —le respondía yo, aunque sabía que no pensaba volver tan pronto.

Un día, mientras servía café a unos estudiantes en la cafetería, escuché a dos chicas hablar sobre sus sueños: una quería ser escritora; la otra, cineasta. Me acerqué tímidamente y les conté mi historia. Ellas me miraron con empatía y me invitaron a unirme a su grupo de estudio.

Así empezó mi nueva vida: entre libros, charlas interminables sobre política y feminismo, y noches en vela estudiando para los exámenes. Pero también llegaron las dificultades: el dinero no alcanzaba para todo; a veces tenía que elegir entre comer bien o comprar libros; y las llamadas de mi familia se volvieron menos frecuentes y más tensas.

Un domingo por la tarde recibí un mensaje de Mariana:

“Tu mamá está muy mal. Dice que te olvidaste de nosotros por tus caprichos”.

Sentí una punzada en el pecho. Llamé a casa y escuché a mi mamá llorar al otro lado del teléfono.

—¿Por qué nos haces esto? ¿Qué van a decir las vecinas? Todos preguntan por ti…

—Mamá, no lo hago por lastimarlos. Solo quiero ser feliz a mi manera —le respondí con lágrimas en los ojos.

Mi papá tomó el teléfono:

—Lena, si decides quedarte allá, no cuentes con nuestro apoyo económico. Ya eres adulta para tomar tus decisiones.

Colgó antes de que pudiera responderle.

Esa noche me sentí más sola que nunca. Pero al mirar alrededor —los libros prestados, las notas pegadas en la pared, las fotos con mis nuevas amigas— supe que estaba construyendo algo propio.

El tiempo pasó. Conseguí entrar a la UNAM y terminé la carrera con honores. Mi familia tardó años en perdonarme; Mariana nunca dejó de decirme que me había equivocado. Pero cuando conseguí mi primer trabajo como psicóloga en una organización que ayuda a mujeres jóvenes a romper ciclos de violencia y dependencia, supe que había valido la pena cada lágrima y cada noche sin dormir.

A veces me pregunto si fui egoísta o valiente; si el precio de mi libertad fue demasiado alto para quienes me amaban. Pero cuando veo a las chicas que ayudo cada día, sé que no podía haber hecho otra cosa.

¿Hasta dónde llegarías tú por tu propio sueño? ¿Vale la pena desafiar todo por encontrar tu propio camino?