Entre el amor y la culpa: La historia de una madre dividida
—¿Por qué no puedes ser más como tu hermano?—. Las palabras salieron de mi boca antes de que pudiera detenerlas, y el silencio que siguió fue tan pesado que sentí que me ahogaba. Mariana me miró con esos ojos grandes, oscuros, llenos de una tristeza que no supe descifrar. Samuel, en cambio, ni siquiera levantó la vista de su cuaderno; él sabía que no era con él la cosa.
Me llamo Lucía Ramírez y tengo 42 años. Vivo en un barrio popular de Medellín, donde las paredes son delgadas y los secretos se filtran como el olor a café en las mañanas. Siempre soñé con tener una familia unida, pero la vida me enseñó que los sueños también pueden doler.
Mi esposo, Julián, trabaja largas horas como conductor de bus. Yo vendo arepas en la esquina para ayudar con los gastos. La vida nunca ha sido fácil, pero siempre creí que el amor de madre era suficiente para sostenerlo todo. Hasta que me di cuenta de que no era así.
Mariana nació primero, una niña callada, seria, con una inteligencia que asustaba a los profesores. Samuel llegó dos años después, risueño, cariñoso, el niño que todos querían abrazar. Desde pequeños, la diferencia entre ellos era evidente. Mariana prefería leer sola en su cuarto; Samuel jugaba fútbol en la calle y traía amigos a casa. Yo intentaba tratarlos igual, pero algo en mí gravitaba hacia Samuel. Su risa me llenaba el alma, mientras que con Mariana sentía una distancia fría, como si habláramos idiomas distintos.
Una tarde de lluvia, Mariana llegó llorando porque una profesora la había regañado injustamente. Yo estaba cansada, con las manos llenas de masa y la cabeza llena de cuentas por pagar. «No es para tanto, Mariana. Aprende a defenderte sola», le dije sin mirarla. Ella se fue a su cuarto y cerró la puerta con fuerza. Esa noche escuché su llanto ahogado y sentí una punzada de culpa, pero no fui capaz de acercarme.
Con Samuel era distinto. Cuando se caía jugando fútbol y venía con la rodilla raspada, yo corría por el botiquín y lo llenaba de besos. «Mi campeón», le decía, y él me sonreía con esa luz que parecía iluminar toda la casa.
Julián notaba la diferencia. Una noche, mientras lavábamos los platos, me lo dijo sin rodeos:
—Lucía, tienes que acercarte más a Mariana. Ella también te necesita.
—No es tan fácil— respondí bajito —. Es que ella es tan… distante.
—¿Y si eres tú la que pone la distancia?
Me dolió escucharlo. Pero tenía razón.
Las cosas empeoraron cuando Mariana cumplió quince años. Empezó a salir con un grupo de amigas que no me gustaban. Llegaba tarde, contestaba mal y se encerraba más en sí misma. Yo reaccionaba con gritos y castigos; ella respondía con silencio y miradas llenas de reproche.
Una noche discutimos fuerte. «¡Nunca te importo! ¡Siempre prefieres a Samuel!», me gritó llorando. Yo le respondí con rabia: «¡Si fueras más agradecida, tal vez sería diferente!». Samuel escuchó todo desde su cuarto y al día siguiente apenas me habló.
El tiempo pasó y la distancia creció como una grieta imposible de cerrar. Mariana terminó el colegio y consiguió trabajo en una tienda para ayudar en casa. Samuel siguió estudiando y jugando fútbol; yo seguía volcándome en él como si eso pudiera llenar el vacío que sentía con Mariana.
Un día cualquiera, Mariana llegó temprano del trabajo y me encontró llorando en la cocina. Se acercó despacio y me preguntó:
—¿Estás bien, mamá?
No supe qué decirle. Solo atiné a abrazarla por primera vez en años. Sentí su cuerpo rígido al principio, luego tembloroso. Lloramos juntas largo rato.
—Perdóname— le susurré —por no saber quererte como mereces.
Ella no dijo nada, pero su abrazo fue respuesta suficiente.
Desde entonces intento reparar lo roto. No es fácil; hay días en los que siento que vuelvo a caer en viejos patrones. Samuel lo nota y a veces me mira con tristeza; Julián me apoya en silencio.
He aprendido que el amor de madre no es automático ni perfecto; está lleno de heridas propias, miedos y prejuicios heredados. A veces preferimos sin querer, y eso duele más que cualquier pobreza material.
Hoy escribo esto porque quiero entenderme y porque sé que no soy la única madre latinoamericana luchando con sus propios fantasmas familiares. ¿Cómo se sana una relación marcada por la distancia? ¿Es posible aprender a amar sin condiciones cuando uno mismo nunca fue amado así?
¿Ustedes han sentido algo parecido? ¿Cómo enfrentaron sus propias culpas o preferencias? Los leo.