Entre el amor y la familia: el dilema de mi madre jubilada

—¿Entonces no vas a venir por los niños mañana, mamá? —le pregunté, con la voz temblorosa, mientras apretaba el celular con fuerza.

Del otro lado de la línea, escuché el suspiro de mi madre, ese que siempre precedía a una noticia que no quería oír. —No, hija. Mañana tengo planes con Ernesto. Vamos a ir a Valle de Bravo. Ya te lo había dicho.

Sentí cómo se me apretaba el pecho. Ernesto. Ese nombre que últimamente parecía más importante que cualquier otra cosa en su vida. Mi madre, Lucía, siempre había sido el pilar de nuestra familia. Cuando papá murió hace diez años, ella se dedicó a nosotros, a mis hijos, a su trabajo como maestra en la primaria del barrio. Pero ahora, apenas dos meses después de su jubilación, todo había cambiado.

Colgué sin despedirme. Me senté en la cama y miré a mis hijos dormidos. Santiago y Valeria, de seis y cuatro años, respiraban tranquilos, ajenos al caos que sentía por dentro. ¿Cómo iba a hacer mañana? Tenía una junta importante en la oficina y no podía faltar. Mi esposo, Rodrigo, trabajaba doble turno en el hospital. No teníamos dinero para pagar una niñera.

Esa noche no dormí. Recordé cuando era niña y mi mamá nunca faltaba a los festivales escolares, cuando me curaba las rodillas raspadas y me preparaba chocolate caliente en las noches frías de diciembre. ¿Por qué ahora no podía estar para mí?

Al día siguiente, después de dejar a los niños con mi vecina Doña Carmen —quien aceptó cuidarlos solo por unas horas—, fui directo a casa de mi madre. La encontré arreglándose frente al espejo, con un vestido azul que nunca le había visto.

—¿Vas a salir? —pregunté, sin poder ocultar el reproche en mi voz.

Ella me miró por el espejo y sonrió tímidamente.—Sí, hija. Ernesto me invitó a desayunar y luego vamos a caminar por el lago.

—¿Y tus nietos? ¿Y yo? —las palabras salieron más duras de lo que quería.

Mi madre dejó de sonreír. Se giró hacia mí y me tomó las manos.—Hija, te amo con todo mi corazón. Pero ya dediqué toda mi vida a ustedes. Ahora quiero vivir algo para mí.

Sentí rabia e incomprensión. —¿Y eso significa que ya no te importamos? ¿Que prefieres a un hombre que apenas conoces?

Ella suspiró.—No es eso. Pero también merezco ser feliz. No quiero pasar mis últimos años sola o solo siendo abuela y mamá.

Salí de su casa con lágrimas en los ojos. Caminé por las calles polvorientas del barrio pensando en todas las mujeres que conocía: mi amiga Maribel, que también dependía de su madre para cuidar a sus hijos; mi vecina Rosa, que nunca tuvo tiempo para sí misma porque siempre estaba cuidando nietos o enfermos.

Esa semana fue un infierno. Rodrigo y yo nos turnábamos como podíamos para cuidar a los niños. En la oficina me regañaron por llegar tarde dos días seguidos. Empecé a sentirme sola y resentida con mi madre.

Un domingo por la tarde, después de dejar a los niños viendo caricaturas, fui al parque donde sabía que ella paseaba con Ernesto. Los vi sentados en una banca, tomados de la mano, riendo como adolescentes.

Me acerqué y Ernesto se levantó para saludarme.—Hola, Ana. Qué gusto verte.

No pude evitar mirarlo con desconfianza.—Hola.

Mi madre notó mi incomodidad.—¿Quieres sentarte?

Me senté junto a ella y por un momento nadie dijo nada. El silencio era pesado.

—Mamá —dije al fin—, te necesito. Siento que me estás dejando sola justo cuando más te necesito.

Ella me miró con ternura.—Ana, sé que es difícil para ti. Pero también es difícil para mí decirte que no. Toda mi vida he puesto primero a los demás. Ahora quiero darme una oportunidad de ser feliz con Ernesto.

Ernesto intervino suavemente.—Ana, yo también tengo hijos y nietos. Al principio se enojaron conmigo cuando empecé a salir con tu mamá. Pero poco a poco entendieron que uno también tiene derecho a buscar su felicidad.

Miré a mi madre y vi algo nuevo en sus ojos: esperanza, ilusión… vida.

—¿Y si te pierdo? —pregunté en voz baja.

Ella me abrazó.—Nunca me vas a perder. Pero tienes que aprender a dejarme ir un poco, igual que yo tuve que dejarte ir cuando creciste.

Esa noche lloré mucho. Por la niña que aún necesitaba a su mamá; por la mujer que debía aprender a ser independiente; por la abuela que quería ser algo más que eso.

Con el tiempo, aprendí a organizarme mejor. Rodrigo y yo ajustamos nuestros horarios; busqué apoyo entre amigas y vecinas; incluso empecé a confiar más en mí misma como madre. Mi relación con mi mamá cambió: ya no era solo dependencia, sino respeto mutuo.

A veces todavía extraño tenerla siempre disponible para mí y mis hijos. Pero cuando la veo feliz al lado de Ernesto, entiendo que todos merecemos una segunda oportunidad para vivir y amar.

¿Es egoísta querer que nuestros padres sigan siendo solo padres y abuelos? ¿O es más egoísta negarles la oportunidad de ser felices por primera vez en mucho tiempo? ¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar?