Entre el amor y la lealtad: El almuerzo que cambió mi vida

—¿Por qué están tan callados? —pregunté mientras servía el arroz con pollo, cuidando que la salsa no manchara el mantel nuevo. Andrés, mi hijo, apenas levantó la vista. Camila, su esposa, jugaba con el tenedor, sin probar bocado. El aroma del cilantro fresco llenaba la casa, pero el aire estaba denso, como si una tormenta estuviera a punto de estallar.

Desde hace semanas sentía que algo no andaba bien. Andrés llegaba menos a visitarme, y cuando lo hacía, se quedaba mirando por la ventana, ausente. Camila, que antes me llamaba para contarme cualquier cosa —desde una receta hasta sus problemas en el trabajo—, ahora apenas respondía mis mensajes. Pero yo, terca como siempre, quise creer que era solo el estrés. Por eso preparé este almuerzo con tanto esmero: para reunirnos, para sanar lo que fuera que estuviera roto.

—Mamá —dijo Andrés de repente, con la voz temblorosa—, tenemos que hablar contigo.

Sentí un escalofrío recorrerme la espalda. Dejé la cuchara sobre la mesa y me senté frente a ellos. Camila tomó aire y me miró con los ojos llenos de lágrimas.

—Nos vamos a divorciar —dijo ella, casi en un susurro.

El silencio fue tan pesado que escuché el tictac del reloj de la cocina. Mi corazón latía tan fuerte que pensé que se me saldría del pecho.

—¿Cómo? ¿Por qué? —balbuceé—. ¿No pueden intentarlo otra vez? ¿No pueden…?

Andrés bajó la cabeza. Camila se secó las lágrimas con la servilleta.

—Ya lo intentamos todo, mamá —dijo él—. No queremos hacernos más daño.

—Pero… —quise decir algo más, pero las palabras se me atoraron en la garganta.

Camila me tomó la mano. Sus dedos temblaban.

—Usted siempre ha sido como una madre para mí —dijo—. No quiero perderla también.

Andrés apretó los labios y miró a Camila con resentimiento. Sentí que el mundo se partía en dos bajo mis pies.

—Mamá, necesito saber que estás de mi lado —dijo él, casi suplicando—. Eres mi madre.

—Pero yo también la quiero a ella —respondí, sin poder evitar que mi voz se quebrara.

La comida quedó intacta. El arroz se enfrió y las flores empezaron a marchitarse ante mis ojos. Recordé cuando Andrés y Camila se conocieron en la universidad: ella era tan alegre, tan llena de vida. Él nunca había sido tan feliz como en esos años. Yo los apoyé desde el principio, incluso cuando mi hermana Lucía decía que eran muy jóvenes para casarse.

Ahora todo eso parecía un sueño lejano.

—¿Hay otra persona? —pregunté, buscando una explicación que pudiera entender.

Camila negó con la cabeza.

—No es eso —dijo—. Simplemente… ya no somos los mismos. Nos lastimamos sin querer. Peleamos por todo: el dinero, el trabajo, hasta por quién lava los platos.

Andrés asintió en silencio. Vi en sus ojos el cansancio de tantas noches sin dormir, de tantas discusiones a puerta cerrada.

—¿Y qué esperan de mí? —pregunté al fin.

Andrés me miró fijamente.

—Que no te alejes de mí —dijo—. Que no te pongas de su lado.

Camila soltó mi mano y bajó la mirada.

—Yo solo quiero poder seguir viéndola —susurró—. No tengo familia aquí… usted es lo más cercano que tengo a una madre.

Sentí un nudo en la garganta. ¿Cómo podía elegir? Andrés es mi hijo, mi sangre, pero Camila es parte de mi vida desde hace diez años. He compartido con ella más secretos y risas que con muchas personas de mi propia familia.

La noticia corrió como pólvora por el grupo de WhatsApp familiar. Mi hermana Lucía no tardó en llamarme:

—Te lo dije, esos matrimonios jóvenes no duran nada —sentenció—. Ahora tienes que apoyar a tu hijo y dejar de meterte en problemas ajenos.

Pero yo no podía dejar de pensar en Camila sola en su departamento, sin nadie a quien llamar mamá.

Esa noche no dormí. Me levanté varias veces a mirar las fotos familiares: Andrés y Camila en su boda; los tres juntos en la playa; Camila ayudándome a preparar tamales para Navidad. ¿Cómo se borra todo eso?

Los días siguientes fueron un infierno. Andrés venía a verme todos los domingos, pero ya no hablaba de nada importante. Camila me escribía mensajes cortos: “¿Cómo está?”, “¿Necesita algo?”. Sentía que cada palabra era un recordatorio de lo que había perdido.

Un día Camila vino a buscar unas cosas que había dejado en casa de Andrés. Aprovechó para pasar a saludarme. Nos sentamos en la cocina y lloramos juntas, como dos niñas perdidas.

—No quiero que tenga que elegir —me dijo—. Solo quiero saber si puedo seguir llamándola mamá… aunque sea de vez en cuando.

La abracé fuerte. No supe qué decirle. ¿Cómo se le explica a alguien que el corazón puede partirse en dos y seguir latiendo?

La familia empezó a dividirse: unos apoyaban a Andrés; otros decían que yo debía mantenerme al margen; algunos criticaban a Camila por “no luchar lo suficiente”. Yo solo quería paz, pero cada decisión parecía herir a alguien más.

Una tarde, mientras regaba las plantas del balcón, vi pasar a Andrés por la calle con otra mujer. Sentí celos por Camila y culpa por mi hijo al mismo tiempo. ¿En qué momento todo se volvió tan complicado?

Hoy sigo sin saber qué hacer. A veces pienso que la familia es como ese mantel blanco: basta una mancha para que nunca vuelva a ser igual, aunque lo laves mil veces.

¿Es justo pedirle a una madre que elija entre su hijo y alguien a quien ama como hija? ¿Alguien ha pasado por algo así? ¿Cómo se sigue adelante cuando el corazón está dividido?