Entre el amor y la libertad: Confesiones de una abuela latinoamericana
—¡Mamá, por favor, no me digas que hoy tampoco puedes venir!— La voz de mi hija, Valeria, atravesó el teléfono con una mezcla de súplica y reproche. Sentí el nudo en la garganta, ese que me acompaña desde hace meses, cada vez que intento ponerme en primer lugar.
Miré por la ventana del pequeño departamento en el centro de Medellín. El sol caía sobre los tejados, y por un instante, imaginé que estaba en la playa de Santa Marta, donde siempre soñé pasar mis días de jubilada. Pero la realidad era otra: mi hija necesitaba que cuidara a los niños porque tenía turno doble en el hospital. Mi yerno, Andrés, trabajaba en una obra y llegaba tarde. Y yo… yo solo quería un día para mí.
—Valeria, mi amor, hoy tengo clase de yoga. Ya te lo había dicho…
—¿Clase de yoga?— repitió ella, como si hubiera dicho que iba a escalar el Everest. —Mamá, ¿de verdad prefieres ir a estirarte con unas señoras que cuidar a tus nietos?—
Sentí la culpa arderme en el pecho. ¿Era tan egoísta por querer un poco de tiempo para mí? ¿Por querer ser algo más que la abuela disponible las veinticuatro horas?
Siempre pensé que después de los sesenta vendría mi vida. Que cuando los hijos se fueran y la jubilación llegara, podría respirar. Hacer lo que nunca tuve tiempo de hacer: aprender italiano, viajar al sur de Chile, leer novelas enteras sin interrupciones. Pero nadie me advirtió que ser abuela en Latinoamérica es casi un trabajo de tiempo completo.
Mi madre, Doña Carmen, siempre decía: “La familia es lo primero”. Y yo lo creí. Crié a mis tres hijos sola después de que mi esposo, Gustavo, nos dejara por otra mujer cuando yo tenía cuarenta años. Trabajé limpiando casas y vendiendo arepas en la esquina para que no les faltara nada. Ahora ellos son adultos, pero parece que mi tiempo nunca llega.
—Mamá, entiéndeme…— Valeria suspiró al otro lado del teléfono.— No tengo a quién más recurrir. Si tú no puedes, ¿quién va a cuidar a Samuel y Lucía? ¿Quieres que los deje solos?—
Me mordí los labios. Sabía que no era justo. Pero también sabía que si cedía una vez más, mis sueños seguirían postergados. ¿Cuándo sería mi turno?
Colgué el teléfono con el corazón apretado. Me senté en la cama y lloré en silencio. Recordé cuando era niña y soñaba con ser bailarina. O cuando tenía veinte y quería recorrer América Latina con una mochila. Siempre hubo algo más urgente: los hijos, el trabajo, la casa…
Esa tarde fui a la clase de yoga. Me sentí culpable todo el camino. Las otras mujeres hablaban de sus nietos con orgullo, pero ninguna mencionaba sentirse cansada o atrapada. ¿Sería yo la única mala abuela?
Al regresar a casa encontré a Valeria esperándome en la puerta. Tenía los ojos rojos.
—¿Por qué no puedes ser como las demás mamás?— me dijo sin mirarme.— La mamá de Andrés cuida a sus nietos todo el día y nunca se queja.
Sentí una mezcla de rabia y tristeza.
—¿Y quién cuida de mí?— le pregunté suavemente.— ¿Quién se preocupa por lo que yo quiero?
Valeria me miró sorprendida. Nunca antes le había hablado así.
—Mamá… yo solo… estoy cansada.—
La abracé fuerte. Sabía lo difícil que era criar hijos sola; lo viví en carne propia. Pero también sabía que si no ponía límites ahora, nunca tendría una vida propia.
Esa noche no pude dormir. Pensé en todas las mujeres de mi barrio: Doña Rosa, que cuida seis nietos mientras su hija trabaja en una fábrica; Doña Teresa, que dejó de ir al club de lectura porque su nuera le pidió ayuda con los niños; mi amiga Gloria, que sueña con viajar pero nunca puede porque siempre hay alguien que la necesita.
¿Por qué nos enseñaron a sacrificarnos siempre? ¿Por qué nadie habla del derecho de las abuelas a tener sueños?
Al día siguiente, Valeria llegó temprano con los niños. Samuel corrió a abrazarme.
—Abu, ¿hoy vamos al parque?—
Lo miré y sentí el amor inmenso que solo una abuela puede sentir. Pero también sentí el peso invisible de las expectativas familiares.
—Hoy no puedo, mi amor.— le dije con ternura.— Pero mañana sí. Hoy tu mamá te va a llevar al parque.
Valeria me miró con una mezcla de resignación y comprensión.
—Mamá… perdón si te hago sentir mal.—
Le sonreí.
—No tienes que pedirme perdón. Solo quiero que entiendas que también tengo derecho a vivir mi vida.—
Esa tarde fui a inscribirme en un curso de italiano en la Casa de la Cultura. Al principio me sentí fuera de lugar entre jóvenes universitarios y señoras elegantes del barrio El Poblado. Pero cuando pronuncié mis primeras palabras en italiano, sentí una alegría nueva.
Con el tiempo, Valeria empezó a buscar otras opciones: una vecina le ayudaba algunos días; Andrés pidió permiso para salir más temprano del trabajo; incluso Samuel empezó a ir a una ludoteca comunitaria.
No fue fácil. Hubo días en los que me sentí egoísta y mala madre. Hubo comentarios en las reuniones familiares: “Antes las abuelas sí ayudaban”, “Ahora las mujeres solo piensan en ellas”. Pero también hubo momentos de orgullo: cuando Valeria me llamó para contarme sus logros en el trabajo; cuando Samuel me mostró su dibujo del parque; cuando Lucía aprendió a leer y me dedicó su primer cuento.
Un día, mientras tomábamos café en la terraza, Valeria me miró con lágrimas en los ojos.
—Gracias por enseñarme a poner límites, mamá.—
La abracé fuerte.
Hoy sigo siendo abuela y sigo amando a mis nietos con todo mi corazón. Pero también soy mujer, amiga, estudiante… Y por fin siento que respiro.
A veces me pregunto: ¿Cuántas mujeres como yo siguen postergando sus sueños por miedo al qué dirán? ¿Cuándo aprenderemos a decir “yo también importo”? ¿Ustedes qué piensan?