Entre el deber y mi propia vida: la historia de Lucía
—¡Lucía! ¿Otra vez llegas tarde? ¿No ves que la casa está hecha un desastre?— La voz de mi madre retumbó en el pequeño comedor, mezclándose con el olor a café recalentado y el polvo que nunca parecía desaparecer del mueble de la sala. Me quedé parada en la puerta, con las llaves aún en la mano y el corazón apretado. Afuera, el sol del mediodía caía a plomo sobre las calles de Monterrey, pero dentro de esa casa siempre hacía frío.
—Perdón, mamá. Es que tuve que dejar a los niños en la escuela y luego…—
—Siempre tienes una excusa. Si no puedes ni con tu propia madre, ¿cómo esperas que tus hijos te respeten?—
Sentí la punzada familiar de culpa. Tenía treinta y siete años, dos hijos pequeños y un esposo que apenas veía porque trabajaba doble turno en la fábrica. Pero para mi mamá, yo seguía siendo esa niña que debía obedecer sin rechistar. Cada día, después de dejar a Emiliano y Sofía en la primaria, corría a su casa para limpiar, cocinarle y escuchar sus quejas sobre la vida, sobre mi papá que la abandonó hace años, sobre los vecinos, sobre mí.
A veces, mientras tallaba el piso o lavaba los trastes, pensaba en cómo sería mi vida si pudiera decirle que no. Pero el miedo me paralizaba. En mi familia, las hijas siempre han sido las cuidadoras: mi abuela cuidó a su madre hasta el último suspiro; mi tía nunca se casó por quedarse al lado de mi abuela. Yo juré que sería diferente, pero aquí estaba, repitiendo la historia.
—¿Por qué no puedes ser como tu prima Mariana? Ella sí sabe cuidar a su madre—, me decía mientras yo sacudía los cojines del sillón.
Esa tarde, después de limpiar la cocina y preparar su comida favorita —caldo de pollo con verduras—, me senté frente a ella. Mi madre miraba una telenovela, ajena a mi cansancio.
—Mamá, necesito hablar contigo—. Mi voz tembló un poco.
—¿Ahora qué pasó?—
—Estoy cansada. No puedo seguir viniendo todos los días. Mis hijos me necesitan. Yo también tengo una casa que atender.—
Ella soltó un suspiro largo y dramático.
—¿Eso es lo que te enseñé? ¿A abandonar a tu madre? Cuando yo era joven, jamás le falté a la mía.—
Sentí cómo se me llenaban los ojos de lágrimas. No quería herirla, pero tampoco quería seguir perdiéndome a mí misma. Recordé las veces que Emiliano me pidió ayuda con la tarea y yo le dije que no podía porque tenía que ir con la abuela; las veces que Sofía lloró porque no llegué a tiempo al festival de la escuela.
Esa noche, al llegar a casa, encontré a mis hijos dormidos en el sillón y a Javier calentando tortillas para cenar.
—¿Otra vez te tardaste?— me preguntó sin reproche, pero con cansancio en los ojos.
Me senté junto a él y rompí en llanto. Le conté todo: el peso de la culpa, el miedo a decepcionar a mi madre, el dolor de sentirme invisible en mi propia vida.
—Lucía, tienes derecho a vivir tu vida. Tus hijos te necesitan más que nadie— me dijo Javier, tomándome la mano.
Esa noche no dormí. Pensé en todas las mujeres de mi familia que vivieron para otros y nunca para sí mismas. Pensé en mis hijos y en lo que les estaba enseñando: que su mamá siempre estaba cansada, siempre ausente.
Al día siguiente, cuando llegué a casa de mi madre, ella ya estaba esperándome con una lista de cosas por hacer. Pero esta vez no solté mi bolso ni me quité el abrigo.
—Mamá, hoy no puedo quedarme. Tengo una cita importante con mis hijos.—
Ella me miró como si le hubiera dado una bofetada.
—¿Así me pagas todo lo que he hecho por ti?—
Sentí el nudo en la garganta, pero respiré hondo.
—Te quiero mucho, mamá. Pero también tengo derecho a ser feliz.—
Salí de ahí temblando. El camino de regreso fue largo y silencioso. Pero cuando abracé a Emiliano y Sofía al llegar a casa, sentí por primera vez en años que estaba haciendo lo correcto.
No fue fácil. Mi madre dejó de hablarme por semanas. La familia murmuraba: «Lucía es una desagradecida»; «pobre Doña Rosa, tan sola». Pero poco a poco aprendí a vivir con esa culpa y a poner límites. Aprendí que quererme también era querer a los míos.
Hoy todavía me duele verla sola algunas tardes. A veces dudo si tomé la decisión correcta. Pero cuando veo a mis hijos sonreír o cuando Javier me abraza al final del día, sé que elegí bien.
¿Hasta cuándo vamos a cargar con culpas que no nos pertenecen? ¿Cuántas mujeres más tendrán que renunciar a sí mismas para cumplir expectativas ajenas? Me gustaría saber qué piensan ustedes.