Entre el dolor y la traición: Mi renacer en la habitación 312

—¿Por qué no vino Julián hoy? —pregunté con la voz ronca, mirando a mi hermana Lucía, que acomodaba las flores marchitas en el jarrón de la mesita.

Lucía evitó mi mirada. El monitor cardíaco marcaba mi pulso acelerado, pero no era por la fiebre. Era por esa ausencia que dolía más que los pinchazos de las agujas en mis venas. Llevaba cinco días internada en el hospital General de la Ciudad de México, luchando contra una neumonía que casi me arranca la vida. Pero lo que realmente me estaba matando era el silencio de Julián.

—Dijo que tenía mucho trabajo —respondió Lucía, pero su voz tembló. La conozco demasiado bien. Algo ocultaba.

La noche cayó temprano esa tarde. Afuera, los cláxones y las sirenas eran un recordatorio de que la vida seguía, indiferente a mi dolor. Cerré los ojos, intentando recordar la última vez que Julián me miró con ternura. ¿Había sido antes de enfermarme? ¿O mucho antes?

Al día siguiente, mientras la enfermera cambiaba mi suero, escuché murmullos en el pasillo. Reconocí la voz de Lucía y otra más… la de Mariana, mi mejor amiga desde la prepa. Me alegré al pensar que venía a verme, pero cuando entró a la habitación, su sonrisa era forzada y sus ojos rojos.

—Hola, Isa —dijo Mariana, sentándose al borde de la cama—. ¿Cómo te sientes hoy?

—Como si me hubiera pasado un camión encima —intenté bromear, pero nadie rió. Lucía salió apresurada, dejándonos solas.

Mariana tomó mi mano. Sentí su pulso acelerado.

—Isa… hay algo que tienes que saber —susurró, bajando la mirada—. No puedo seguir callando.

El aire se volvió denso. El monitor cardíaco pitó más rápido.

—¿Qué pasa? —pregunté, temiendo la respuesta.

—Julián… él… —Mariana tragó saliva—. Me buscó hace meses. Yo… yo no quería, Isa. Pero pasó. Lo siento tanto.

Sentí que el mundo se desmoronaba bajo mis pies. Mi mejor amiga y mi esposo. La traición era doble, brutal. Quise gritar, llorar, arrancarme las vías y salir corriendo. Pero estaba demasiado débil para moverme siquiera.

—¿Por qué? —fue lo único que logré decir.

Mariana lloraba en silencio. Me contó cómo Julián se había acercado a ella cuando yo empecé a trabajar horas extras para pagar las cuentas. Cómo él se quejaba de mi ausencia, de mi cansancio. Cómo ella, sola tras su divorcio, cayó en la trampa del consuelo mutuo.

—No hay excusa —dije con voz quebrada—. Ustedes eran mi familia.

Mariana se fue sin poder mirarme a los ojos. Esa noche no dormí. Repasé cada momento de los últimos años: las discusiones por dinero, las cenas frías esperando a Julián, los mensajes sin responder. ¿En qué momento dejamos de ser un equipo?

Al tercer día, Julián apareció por fin. Entró con una bolsa de pan dulce y una sonrisa nerviosa.

—¿Cómo sigues, Isa? —preguntó, evitando mi mirada.

—¿Por qué no me dices la verdad? —le solté sin rodeos.

Julián palideció. Se sentó al borde de la cama y bajó la cabeza.

—Lo siento… No sé cómo pasó —susurró—. Me sentí solo… tú siempre estabas cansada o trabajando…

—¿Y esa es tu justificación? ¿Acostarte con Mariana porque yo estaba luchando por mantenernos a flote? —mi voz era un susurro furioso.

Julián lloró como nunca lo había visto llorar. Pero ya no sentí compasión. Sentí rabia y una tristeza infinita.

Los días siguientes fueron un torbellino de emociones: rabia hacia Julián y Mariana, culpa por no haber visto las señales, miedo al futuro sola con mis dos hijos pequeños. Mi mamá vino desde Puebla para ayudarme con los niños mientras yo sanaba físicamente… pero el alma tardaría mucho más en sanar.

En el hospital conocí a Doña Rosa, una señora mayor que compartía habitación conmigo. Una noche me dijo:

—Mija, uno nunca termina de conocer a quien duerme a su lado. Pero lo importante es no perderse a una misma.

Sus palabras me acompañaron durante semanas. Cuando por fin me dieron de alta, volví a casa con el corazón hecho trizas pero decidida a no dejarme vencer.

La primera noche en casa fue un infierno: Julián quería quedarse “por los niños”, pero yo le pedí que se fuera. Mis hijos lloraron mucho esa semana; preguntaban por su papá y por qué mamá estaba tan triste. Les expliqué con palabras sencillas que a veces los adultos cometen errores muy grandes y que ahora íbamos a estar solo nosotros tres… pero siempre juntos.

La familia se dividió: algunos defendían a Julián (“los hombres son así”, decían mis tías), otros me apoyaban (“tienes derecho a empezar de nuevo”). En el trabajo tuve que pedir licencia por depresión; no podía ni levantarme de la cama algunos días.

Pero poco a poco fui saliendo del pozo: terapia psicológica gratuita en el centro de salud del barrio; tardes en el parque con mis hijos; el apoyo incondicional de Lucía y mi mamá; y sobre todo, el recordarme cada día que valgo mucho más de lo que Julián o Mariana me hicieron creer.

Hoy escribo esto desde mi pequeño departamento alquilado en Iztapalapa. Mis hijos duermen tranquilos y yo ya no lloro todas las noches. A veces Julián llama para pedir perdón o para ver a los niños; Mariana desapareció de mi vida para siempre.

Aprendí que nadie merece cargar con culpas ajenas ni vivir mendigando amor. Que incluso desde una cama de hospital se puede renacer si una se aferra a su dignidad y al amor propio.

¿Ustedes creen que es posible perdonar una traición así? ¿O hay heridas que nunca sanan del todo?