Entre el polvo y los sueños: La elección de mi vida

—¿Por qué siempre tienes esa mirada de querer escapar? —me preguntó Camila, apenas nos sentamos en el banco del parque frente a la facultad, con el bullicio de los estudiantes de fondo y el sol de la tarde colándose entre los árboles.

No supe qué responderle. ¿Cómo explicarle que desde niña sentía que mi vida era una jaula invisible? Que cada vez que escuchaba a mi madre suspirar detrás del mostrador del almacén o veía a mi padre llegar tambaleando, con las manos llenas de cemento y los ojos vacíos, juraba que yo no iba a terminar igual. Que no quería ser otra historia repetida en San Miguel del Monte, ese pueblo donde todos se conocen y nadie se atreve a soñar demasiado alto.

Camila era distinta. Venía de una familia de maestros, con libros en cada rincón y discusiones sobre política en la mesa. Pero también tenía sus propias cicatrices: un hermano desaparecido en la frontera, un padre que nunca volvió después de buscar trabajo en el norte. Nos unía el deseo de no conformarnos.

—¿Y si nos vamos a Buenos Aires cuando terminemos? —me propuso una noche, mientras compartíamos una cerveza barata en la terraza del departamento que alquilábamos juntas.

—¿Y si no podemos? —le respondí, sintiendo el peso de la duda clavarse en mi pecho.

—¿Y si sí?

La pregunta quedó flotando entre nosotras, como una promesa y una amenaza al mismo tiempo.

Pero la vida no espera a que uno esté listo. Un día recibí una llamada de mi madre: «Tu papá tuvo un accidente en la obra. No sé qué hacer, hija». Sentí que el mundo se me venía abajo. Volví al pueblo corriendo, dejando a Camila sola con los apuntes y los sueños a medias.

En casa, todo era silencio y olor a hospital. Mi padre, con la pierna rota y el orgullo aún más fracturado, apenas me miraba. Mi madre se aferraba a mí como si yo pudiera salvarlos de todo lo que nunca supieron enfrentar.

—No podés irte ahora —me dijo una noche, mientras lavaba los platos con las manos temblorosas—. Te necesitamos acá.

Sentí rabia, culpa y tristeza mezcladas. ¿Por qué siempre tenía que elegir entre mis sueños y mi familia? ¿Por qué ser hija significaba renunciar a mí misma?

Camila me llamaba todos los días. «No te olvides de quién eres», me repetía. Pero yo ya no sabía quién era. ¿La hija responsable? ¿La estudiante brillante? ¿La amiga leal?

Los días pasaban lentos. El pueblo me tragaba poco a poco. Las vecinas venían a dar el pésame como si mi padre estuviera muerto; los amigos de la infancia me miraban con lástima o con deseo. Una tarde, mientras ayudaba a mi madre en el almacén, entró Joaquín, el chico que siempre me había gustado en la secundaria.

—¿Volviste para quedarte? —me preguntó con una sonrisa torcida.

—No lo sé —le respondí, sintiendo cómo el pasado intentaba atraparme.

Esa noche discutí con mi madre. Le grité que no quería vivir su vida, que no quería resignarme como ella. Ella lloró en silencio y yo me odié por hacerle daño.

Al día siguiente, Camila apareció en el pueblo sin avisar. Se bajó del colectivo con su mochila y una determinación feroz en los ojos.

—No te voy a dejar sola —me dijo—. Si te quedás, me quedo; si te vas, me voy con vos.

Lloré como nunca antes. Por primera vez sentí que tenía derecho a elegir.

Pasaron semanas difíciles. Mi padre mejoró lentamente; mi madre empezó a soltarme un poco. Camila y yo estudiábamos juntas por las noches, entre mates y lágrimas. Empecé a soñar otra vez.

Un día recibimos la noticia: ambas habíamos sido aceptadas para hacer una pasantía en Buenos Aires. Era la oportunidad que habíamos esperado toda la vida.

La noche antes de irnos, mi madre me abrazó fuerte:

—No te detengas por nosotros, hija. Viví tu vida. Yo también soñé alguna vez… pero tuve miedo.

Me fui del pueblo con el corazón dividido pero lleno de esperanza. Camila y yo llegamos a la ciudad con poco dinero y muchas ganas. Trabajamos de todo: limpiando casas, vendiendo empanadas en la calle, dando clases particulares. Hubo días en que quisimos rendirnos; noches en que lloramos abrazadas por miedo al futuro.

Pero también hubo risas, logros y nuevos amigos. Aprendí que los sueños duelen pero valen la pena. Que uno puede ser leal a su familia sin dejar de ser leal a sí mismo.

Hoy miro atrás y me pregunto: ¿qué hubiera pasado si me quedaba? ¿Cuántas mujeres siguen atrapadas por miedo o culpa? ¿Cuántos sueños se pierden en los pueblos donde nadie se atreve a elegir?

¿Y vos? ¿Te animarías a elegirte alguna vez?