Entre el prejuicio y el amor: La historia de una suegra mexicana
—¡No puedo creer que hayas traído a esa muchacha otra vez, Rodrigo! —grité desde la cocina, apretando el trapo entre mis manos húmedas. El olor a frijoles quemados llenaba la casa, pero lo que realmente me asfixiaba era la presencia de Mariana, con su cabello siempre revuelto y esos tenis sucios que dejaban huellas en mi piso recién trapeado.
Rodrigo me miró con esa mezcla de súplica y rebeldía que sólo los hijos saben poner. Mariana, en cambio, bajó la cabeza y murmuró un saludo apenas audible. Yo no respondí. ¿Cómo podía hacerlo? Desde que la conocí, sentí que no era suficiente para mi hijo. No era como las otras chicas del barrio: no se arreglaba, no traía pasteles ni saludaba con besos. Parecía vivir en otro mundo, uno donde las reglas de mi casa no importaban.
Las primeras semanas fueron una batalla silenciosa. Mariana venía cada viernes, y cada viernes encontraba una nueva razón para desaprobarla. Una vez fue su risa escandalosa durante la comida; otra, su manera de hablarle a Rodrigo, tan directa, sin rodeos ni adornos. «¿Por qué no puedes encontrar a alguien como Paulina?», le pregunté a mi hijo una noche, recordando a la hija de mi comadre Lupita, siempre tan educada y bien vestida.
Rodrigo sólo suspiró. «Mamá, Mariana es diferente. Pero me hace feliz». No entendía cómo podía ser feliz con alguien tan desordenada, tan poco femenina según mis estándares. Empecé a temer que mi hijo se alejara de mí por culpa de esa muchacha.
La tensión creció hasta hacerse insoportable. Una tarde, mientras lavaba los trastes, escuché a Mariana llorar en el patio. Me asomé por la ventana y la vi sentada en el escalón, abrazándose las rodillas. Dudé un momento, pero el orgullo pudo más y regresé a mis labores. «No es mi problema», pensé.
Pero esa noche, Rodrigo llegó tarde y preocupado. «Mamá, Mariana tuvo un problema en su casa. Su papá la corrió porque no quiere que siga estudiando. No tiene dónde quedarse». Sentí un nudo en el estómago. ¿Qué clase de madre sería si le cerraba la puerta a una muchacha en apuros? Pero también temía que si la dejaba entrar, nunca se iría.
A regañadientes, acepté que Mariana se quedara unos días en el cuarto de visitas. Al principio, apenas cruzábamos palabra. Yo me limitaba a observarla: cómo se levantaba temprano para ir a la universidad, cómo ayudaba a Rodrigo con sus tareas, cómo lavaba su ropa a mano porque no quería gastar luz con la lavadora. Poco a poco, empecé a notar detalles que antes me parecían invisibles: su manera de consolar a Rodrigo cuando tenía un mal día, su risa sincera cuando veíamos novelas juntas sin quererlo.
Una tarde lluviosa, mientras preparábamos tamales para el cumpleaños de Rodrigo, Mariana rompió el silencio:
—Doña Carmen, sé que no le caigo bien. Pero le prometo que quiero mucho a su hijo. No soy perfecta… pero intento ser mejor cada día.
Me quedé callada unos segundos. Sentí vergüenza por todas las veces que la juzgué sin conocerla realmente.
—No es fácil para mí —le confesé—. Yo crecí pensando que las mujeres debíamos ser de cierta manera… Pero veo que tú luchas por lo que quieres y eso también es valioso.
Mariana sonrió tímidamente y seguimos cocinando en silencio, pero algo había cambiado entre nosotras.
Con el tiempo, Mariana se convirtió en parte de nuestra familia. Ayudó a Rodrigo a conseguir su primer trabajo como maestro de primaria; cuidó de mí cuando me enfermé de gripa; incluso organizó una colecta para comprar útiles escolares a los niños del barrio. La gente empezó a hablar bien de ella y yo sentí un orgullo inesperado.
Pero los prejuicios son difíciles de erradicar por completo. Un día, mi hermana Rosa vino de visita y al ver a Mariana barriendo el patio con sus viejos tenis rotos, me susurró al oído:
—¿De verdad vas a dejar que tu hijo se case con esa muchacha?
Por primera vez en mucho tiempo, defendí a Mariana:
—Sí, Rosa. Porque tiene un corazón enorme y ha demostrado más valor que muchas otras.
Esa noche, mientras veía dormir a Rodrigo y Mariana abrazados en el sillón después de una larga jornada de trabajo y estudio, comprendí que yo había sido la equivocada todo ese tiempo. No era Mariana quien no era suficiente para mi hijo; era yo quien necesitaba aprender a ver más allá de las apariencias.
Hoy Mariana es mi hija del corazón. Aprendí que las personas valen por lo que son y no por cómo lucen o cómo se comportan según nuestras expectativas. A veces me pregunto cuántas veces dejamos pasar el amor y la bondad por prejuicios tontos…
¿Y ustedes? ¿Han juzgado alguna vez sin conocer realmente? ¿Qué harían si el amor tocara su puerta vestido de manera distinta a lo esperado?