Entre el Silencio y el Grito: La Historia de Kasia
—¿Qué haces aquí? —grité, con la voz quebrada, mientras la pantalla de mi laptop parpadeaba y un mensaje desconocido aparecía: “¿Por qué entraste en mi mundo?”
No sabía si era una broma pesada o si el cansancio me estaba jugando una mala pasada. Pero ese día, todo era demasiado real. Había regresado de la escuela con la mochila rota y el uniforme manchado de tierra, después de que unos compañeros me empujaran en el patio. Pero eso no era nada comparado con lo que me esperaba en casa.
El olor a alcohol era tan fuerte que sentí náuseas apenas crucé la puerta. El chasquido del televisor encendido y el ronquido de mi papá llenaban la sala. Mi mamá estaba en la cocina, pelando papas con movimientos automáticos, como si cada corte fuera una forma de olvidar. No me miró cuando entré.
—¿Otra vez? —le susurré, pero ella solo apretó los labios y siguió pelando.
Me fui directo a mi cuarto, cerré la puerta y encendí la laptop. Quería perderme en algún video tonto o hablar con mi amiga Lucía por WhatsApp. Pero ahí estaba ese mensaje extraño. Pensé que era un virus o alguna broma de mal gusto. Respondí:
—¿Quién eres?
La respuesta llegó al instante: “Alguien que sabe lo que es vivir con miedo”.
Me quedé helada. ¿Cómo podía saberlo? ¿Quién jugaba conmigo? Sentí rabia y miedo al mismo tiempo. Golpeé la mesa con el puño y las lágrimas comenzaron a caer sin permiso.
—¡Déjame en paz! —escribí furiosa.
No hubo respuesta. Cerré la laptop de golpe y me tiré en la cama. Afuera, los gritos de mi papá despertando retumbaron por toda la casa.
—¡María! ¿Dónde está mi comida? —bramó, arrastrando las palabras.
Mi mamá salió corriendo de la cocina, limpiándose las manos en el delantal. Yo me tapé los oídos con la almohada, pero igual escuché el golpe seco de un plato estrellándose contra la pared y el llanto ahogado de mi madre.
No sé cuánto tiempo pasó. Cuando todo quedó en silencio, salí de mi cuarto. Mi mamá estaba recogiendo los pedazos del plato roto, temblando. Me acerqué y le tomé la mano.
—Mamá, vámonos de aquí —le susurré.
Ella negó con la cabeza, los ojos llenos de miedo y resignación.
—No podemos, Kasia. No tenemos a dónde ir.
Esa noche no pude dormir. Me quedé mirando el techo, escuchando los pasos pesados de mi padre y el llanto ahogado de mi madre detrás de la puerta del baño. Pensé en Lucía, en cómo su mamá siempre le preparaba chocolate caliente cuando tenía un mal día. Pensé en cómo yo solo tenía miedo y silencio.
Al día siguiente, en la escuela, Lucía me preguntó por qué tenía los ojos hinchados.
—Nada, no dormí bien —mentí.
Ella me miró como si supiera que no era cierto, pero no insistió. En clase no podía concentrarme; solo pensaba en el mensaje extraño de la laptop. Al volver a casa, revisé la computadora otra vez. El mensaje seguía ahí:
“¿Te gustaría hablar?”
No sé por qué, pero respondí:
—Sí.
Así empezó una conversación extraña con alguien que decía llamarse Oksana. Me contó que vivía en otro país latinoamericano, que su papá también era alcohólico y que su mamá había tenido que huir con ella cuando tenía diez años. Me habló del miedo, del dolor, pero también de cómo había encontrado ayuda en una tía y en un grupo de apoyo para mujeres víctimas de violencia doméstica.
—No tienes que quedarte callada —me escribió Oksana—. Hay gente que puede ayudarte.
Esa noche, después de otro episodio violento en casa, me armé de valor y le conté todo a Lucía. Lloramos juntas en el baño del colegio. Ella me abrazó fuerte y me dijo:
—Mi tía trabaja en una fundación que ayuda a mujeres y niños como tú. Vamos a hablar con ella.
Sentí miedo, pero también una chispa de esperanza. Al llegar a casa esa tarde, encontré a mi mamá sentada en la cocina, mirando fijamente una taza de café frío.
—Mamá… —le dije con voz temblorosa—. Ya no quiero vivir así. Lucía dice que su tía puede ayudarnos.
Mi mamá me miró como si acabara de despertar de un sueño largo y doloroso. Por primera vez en mucho tiempo, vi lágrimas correr por su rostro sin que intentara esconderlas.
—¿Tú crees que podamos salir? —me preguntó casi en un susurro.
—Sí, mamá. Pero tenemos que ser valientes.
Esa noche fue la más larga de mi vida. Mi papá llegó borracho otra vez y gritó hasta quedarse dormido en el sillón. Mi mamá y yo empacamos unas pocas cosas en silencio y salimos antes del amanecer, cuando la ciudad todavía dormía bajo el manto gris del invierno latinoamericano.
La tía de Lucía nos recibió con los brazos abiertos. Nos llevó a la fundación donde otras mujeres compartían historias parecidas a la nuestra. Por primera vez sentí que no estaba sola, que había esperanza más allá del miedo y del silencio.
Con el tiempo, mi mamá consiguió trabajo limpiando casas y yo pude seguir estudiando. No fue fácil; hubo días en los que quise rendirme, regresar al pasado solo porque era lo conocido. Pero cada vez que sentía miedo o dudas, abría mi laptop y le escribía a Oksana. Ella siempre encontraba las palabras justas para animarme:
—No eres culpable de nada. Mereces ser feliz.
Hoy miro atrás y me doy cuenta de lo lejos que hemos llegado. Mi papá nunca buscó ayuda; sigue perdido en su propio infierno. Pero mi mamá sonríe más seguido ahora y yo ya no tengo miedo de dormir por las noches.
A veces me pregunto cuántas Kasias hay allá afuera, cuántas madres e hijas viven atrapadas entre el silencio y el grito. ¿Cuántas se atreven a pedir ayuda? ¿Cuántas siguen esperando un mensaje salvador desde una pantalla?
¿Y tú? ¿Te has atrevido alguna vez a romper el silencio?