Entre el silencio y el grito: Mi vida bajo la sombra de la violencia de Martín
—¡¿Dónde está el recibo del supermercado, Mariana?! —gritó Martín desde la cocina, mientras yo apretaba los puños en el cuarto de los niños, tratando de que no me temblara la voz cuando respondiera.
—Está en mi cartera, Martín. Ahora te lo llevo —dije, pero mi voz apenas era un susurro. Sabía que cualquier excusa podía encender su furia. Sabía que mis hijos, Sofía y Matías, escuchaban todo desde su habitación, con los ojos abiertos como platos y el corazón apretado por el miedo.
Así era cada día en mi casa en Córdoba, Argentina. Doce años de matrimonio con Martín me habían enseñado a caminar en puntas de pie, a medir cada palabra, a justificar cada peso gastado. Él no siempre fue así. Al principio era atento, cariñoso, hasta divertido. Pero después del nacimiento de Sofía, algo cambió. Empezó con pequeñas críticas: «¿Por qué gastaste tanto en pañales?», «¿No ves que no necesitamos eso?». Luego vinieron los gritos, las puertas cerradas de golpe, las noches en las que me hacía dormir sola porque, según él, yo no servía para nada.
Mi mamá siempre decía: «Mariana, uno se casa para toda la vida». Y yo quería creerle. Por eso soporté. Por eso callé. Por eso inventaba excusas para las amigas cuando me preguntaban por los moretones en los brazos o por qué ya no salía a tomar mate con ellas los domingos.
Pero el control de Martín iba más allá de los golpes o los gritos. Era un control silencioso, asfixiante. Yo no podía trabajar porque él decía que «una madre debe estar en casa». El dinero era suyo; yo tenía que pedirle hasta para comprarle un alfajor a Matías. Revisaba mi celular, mis redes sociales, hasta las mochilas de los chicos cuando volvían del colegio.
Una tarde, mientras lavaba los platos, escuché a Sofía llorar en su cuarto. Fui corriendo y la encontré abrazada a su osito de peluche.
—¿Qué pasa, mi amor? —le pregunté, acariciándole el pelo.
—No quiero que papá te grite más —me dijo entre sollozos—. No quiero que estés triste.
Sentí que se me partía el alma. ¿Qué ejemplo les estaba dando? ¿Qué vida les estaba enseñando a vivir?
Esa noche, cuando Martín se fue a dormir después de otra pelea por una factura de luz impaga, me senté en la cocina y lloré en silencio. Pensé en mi papá, que murió cuando yo tenía quince años y siempre me decía: «Nadie tiene derecho a hacerte sentir menos». Pero yo ya me sentía menos. Menos mujer, menos madre, menos persona.
Al día siguiente, fui al almacén del barrio y le pedí fiado a Don Ernesto. Me miró con compasión y me dijo:
—Mariana, vos no tenés que vivir así. Si necesitás ayuda, avisame.
Sentí vergüenza y alivio al mismo tiempo. No era la única que veía lo que pasaba puertas adentro de mi casa.
Las cosas empeoraron cuando Martín perdió su trabajo en la fábrica. Se volvió más irritable, más controlador. Empezó a beber por las noches y a descargar su frustración conmigo y con los chicos. Una vez tiró un plato contra la pared porque la comida estaba fría. Otra vez le gritó a Matías porque perdió una tarea del colegio.
Yo ya no dormía. Vivía con miedo constante. Miedo a equivocarme, miedo a hablar, miedo a respirar demasiado fuerte.
Un día recibí un mensaje de mi amiga Laura: «Mariana, te extraño. Si necesitás hablar, estoy acá». Dudé mucho antes de responderle. Pero esa noche le escribí todo: los gritos, los golpes, el control sobre el dinero, el miedo de mis hijos.
Laura vino al día siguiente con una bolsa de facturas y un abrazo largo y apretado.
—No estás sola —me dijo—. Hay lugares donde podés pedir ayuda. Hay mujeres que han salido adelante.
Me habló del refugio para mujeres en situación de violencia en el centro de Córdoba. Me dio el número de una abogada gratuita y me prometió acompañarme si decidía hacer la denuncia.
Esa noche miré a mis hijos dormir y sentí una mezcla de culpa y esperanza. ¿Y si todo salía mal? ¿Y si Martín se enteraba? ¿Y si mis hijos me odiaban por separarlos de su papá?
Pero al día siguiente Martín llegó borracho y empezó a gritarme delante de Sofía y Matías. Vi el terror en sus ojos y supe que ya no podía seguir así.
Esa misma noche empaqué lo poco que pude: dos mudas de ropa para cada uno, los cuadernos del colegio y el osito de peluche de Sofía. Esperé a que Martín se durmiera y salí con los chicos rumbo a la casa de Laura.
El camino fue largo y silencioso. Sofía me preguntó:
—¿A dónde vamos, mamá?
—A un lugar donde vamos a estar bien —le respondí tratando de sonar segura aunque por dentro temblaba.
Laura nos recibió con lágrimas en los ojos y nos llevó al refugio al día siguiente. Allí conocí a otras mujeres como yo: Ana, que escapó con tres hijos; Lucía, que vivió años bajo amenazas; Rosa, que aún lloraba por las noches pero sonreía cada mañana por sus hijas.
En el refugio aprendí muchas cosas: cómo tramitar una denuncia, cómo pedir una restricción perimetral, cómo buscar trabajo aunque no tuviera experiencia reciente. Aprendí también que no estaba sola y que mi historia era la historia de muchas mujeres en Argentina y en toda Latinoamérica.
Martín intentó contactarme varias veces. Me dejó mensajes amenazantes y hasta fue al colegio buscando a los chicos. Pero con ayuda legal logré protegernos.
No fue fácil empezar de nuevo. Hubo días en los que quise volver atrás solo por miedo al futuro incierto. Pero cada vez que veía a Sofía reír o a Matías jugar sin miedo, recordaba por qué había tomado esa decisión.
Hoy trabajo medio tiempo en una panadería y alquilo un pequeño departamento con mis hijos. No tengo lujos ni certezas sobre el mañana, pero tengo paz y dignidad.
A veces me pregunto si hice lo correcto al romper mi familia para salvarnos del miedo. ¿Cuántas mujeres más viven hoy entre el silencio y el grito? ¿Cuándo vamos a dejar de normalizar el dolor dentro del hogar?
¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar? ¿Cuánto vale la libertad cuando lo único que conociste fue el miedo?