Entre el silencio y el grito: Mi vida bajo la sombra de la violencia de Martín
—¿Otra vez llegaste tarde del mercado, Mariana? —La voz de Martín retumbó en la cocina, cortando el aire como un cuchillo. Yo apenas podía sostener las bolsas, temblando por dentro, mientras mis hijos, Camila y Tomás, se escondían tras la puerta, sus ojos grandes y asustados clavados en mí.
No era la primera vez que me gritaba por algo tan insignificante. Pero ese día, el tono era diferente. Más frío. Más calculador. Sentí que el piso se abría bajo mis pies. “¿Por qué no puedo hacer nada bien?”, pensé, luchando por contener las lágrimas. Martín se acercó, me quitó las bolsas de las manos y revisó los recibos con una precisión obsesiva.
—Gastaste veinte pesos más en el arroz. ¿No te das cuenta que así nunca vamos a salir adelante? —me espetó, sin mirarme a los ojos.
Quise explicarle que el precio había subido, que no era mi culpa, pero sabía que cualquier palabra solo empeoraría las cosas. Así era mi vida desde hacía doce años en nuestra casa de Córdoba, Argentina. Un matrimonio donde el dinero era su arma y el miedo, mi única compañía.
Al principio, Martín era atento y cariñoso. Me enamoré de su sonrisa y su promesa de una vida mejor. Pero después de que nació Camila, todo cambió. Empezó a controlar cada peso que gastaba, a revisar mi celular, a decidir con quién podía hablar. Me aisló de mis amigas, incluso de mi hermana Lucía, con quien antes hablaba todos los días.
—No necesitamos a nadie más —decía Martín—. La familia es lo único importante.
Pero esa familia era una jaula. Yo callaba por mis hijos, por miedo a que crecieran sin padre o que sufrieran aún más si yo me iba. En los cumpleaños fingía sonrisas; en las noches lloraba en silencio para no despertarlos. A veces pensaba en pedir ayuda, pero ¿a quién? Mi mamá siempre decía: “Aguantá, hija. Por los chicos”. Y yo aguantaba.
Un día, Tomás llegó del colegio con un dibujo: una casa con una nube negra encima y una mujer llorando en la ventana. Sentí un puñal en el pecho. ¿Eso veían mis hijos? ¿Eso era lo que les estaba enseñando?
Esa noche, mientras Martín dormía, me senté en la cocina con Lucía al teléfono. —No puedo más —le susurré—. Siento que me estoy muriendo por dentro.
Lucía lloró conmigo. —Mariana, vos no estás sola. Venite a casa cuando quieras. Los chicos y vos tienen derecho a ser felices.
Pero el miedo era más fuerte que cualquier promesa de ayuda. ¿Cómo iba a mantener a mis hijos? Martín controlaba todo: la cuenta bancaria, los papeles de la casa, hasta los documentos de los chicos.
Los días pasaban entre rutinas vacías y amenazas veladas. Una tarde, Camila se acercó mientras lavaba los platos.
—Mamá, ¿por qué papá siempre te grita? —me preguntó con voz bajita.
No supe qué decirle. Solo la abracé fuerte y le prometí que todo iba a estar bien, aunque ni yo misma lo creía.
El punto de quiebre llegó un domingo. Martín perdió el control porque Tomás rompió un vaso jugando en el comedor. Lo agarró del brazo con fuerza y le gritó tan cerca que sentí que el mundo se detenía. Me interpuse entre ellos sin pensarlo.
—¡Basta! —grité—. ¡No le hables así a nuestro hijo!
Martín me miró como si fuera una extraña. Por primera vez vi miedo en sus ojos. Esa noche dormí con los chicos en su cuarto, abrazándolos como si pudiera protegerlos del mundo entero.
Al día siguiente, fui al centro comunitario del barrio bajo pretexto de buscar útiles escolares. Allí conocí a Rosa, una trabajadora social que me escuchó sin juzgarme.
—No estás sola, Mariana —me dijo—. Hay muchas mujeres como vos. Podemos ayudarte a salir de esto.
Me dio un folleto con números de emergencia y me explicó cómo podía pedir ayuda legal para proteger a mis hijos y recuperar mi independencia.
Esa noche no dormí. Pensé en todo lo que podía salir mal: perder la casa, perder a mis hijos, quedarme sin nada. Pero también pensé en lo que podía ganar: libertad, dignidad, una nueva vida para nosotros tres.
Pasaron semanas hasta que reuní el coraje suficiente. Una mañana esperé a que Martín saliera para el trabajo, preparé una mochila con lo esencial y llevé a los chicos a la casa de Lucía.
Martín llamó furioso cuando notó nuestra ausencia. Amenazó con denunciarme por abandono de hogar, con quitarme a los chicos. Pero esta vez no temblé al escuchar su voz.
Con ayuda de Rosa y Lucía inicié los trámites legales. Fue un proceso largo y doloroso; hubo noches en las que dudé si había hecho lo correcto. Pero cada vez que veía a Camila y Tomás dormir tranquilos, sabía que valía la pena.
Hoy trabajo medio tiempo en una panadería del barrio y estudio por las noches para terminar la secundaria. No es fácil empezar de cero a los treinta y cinco años, pero cada día me siento más fuerte.
A veces me pregunto si alguna vez podré perdonarme por haber callado tanto tiempo o si mis hijos podrán olvidar esos años oscuros. Pero también sé que ahora tienen una madre libre y valiente.
¿Hasta cuándo vamos a normalizar el miedo dentro de nuestras casas? ¿Cuántas Marianas más tienen que callar para que algo cambie? Los leo.