Entre el Silencio y el Orgullo: La Historia de Mariana
—¿Por qué no contestaste el teléfono, Mariana? —me preguntó Andrés, mi esposo, con esa mezcla de preocupación y fastidio que últimamente era tan común en su voz.
Me quedé mirando el celular, la pantalla aún iluminada con la llamada perdida de mi mamá. El vapor de la ducha empañaba el espejo y sentía el corazón en la garganta. No contesté porque no podía. Porque cada vez que escucho la voz de mi madre siento que me ahogo en reproches, en expectativas incumplidas, en ese amor duro y áspero que siempre me ha costado entender.
—Estaba en la ducha —mentí, secándome las manos en la toalla. Andrés suspiró y se sentó en la orilla de la cama.
—Mariana, no puedes seguir así. Si no puedes manejarlo sola, pide ayuda. Llama a tus papás. No tienes que cargar con todo tú sola.
Sentí una punzada de rabia. ¿Por qué siempre tenía que ser yo la que pidiera ayuda? ¿Por qué nadie veía lo difícil que era para mí? Andrés no entendía lo que significaba abrirme con mis padres. En mi familia, pedir ayuda era sinónimo de fracaso. Mi papá, Don Ernesto, siempre decía: “Aquí se resuelve todo en casa, sin andar ventilando los problemas”.
Pero esta vez era diferente. Desde que perdí el trabajo hace tres meses, todo se había vuelto cuesta arriba. La ansiedad me devoraba por dentro y apenas podía levantarme de la cama algunos días. Andrés hacía lo posible por apoyarme, pero yo sentía que lo estaba arrastrando conmigo a ese pozo oscuro del que no sabía cómo salir.
Esa noche, mientras cenábamos en silencio, Andrés volvió a insistir:
—¿Por qué no llamas a tu mamá? O a tu hermano. No tienes que hacerlo sola.
No respondí. Solo jugué con el arroz frío en mi plato. Al rato, escuché su voz hablando por teléfono en la sala. No le di importancia hasta que escuché mi nombre.
—Sí, doña Rosa… Mariana está bien, solo ha estado un poco apagada…
Sentí un escalofrío. Andrés había llamado a mi mamá. Me levanté de golpe y fui a la sala.
—¿Por qué hiciste eso? —le susurré furiosa cuando colgó.
—Porque te amo y no puedo verte así —me respondió con los ojos llenos de tristeza—. Si tú no puedes pedir ayuda, alguien tiene que hacerlo por ti.
Esa noche no dormí. Me sentía traicionada y expuesta. Pero al amanecer, cuando el teléfono sonó y vi el nombre de mi hermano menor, Sebastián, supe que ya no podía seguir huyendo.
—¿Qué pasa, Marianita? —su voz era suave, como cuando éramos niños y él se metía en mi cama después de una pesadilla.
—Nada… Estoy bien —mentí otra vez.
—No me mientas. Mamá está preocupada. Dice que casi no sales de casa y que ni siquiera contestas sus mensajes.
Me mordí los labios hasta sentir el sabor metálico de la sangre. ¿Cómo explicarle a Sebastián lo que sentía? ¿Cómo decirle que cada día era una batalla contra mí misma?
—No sé qué me pasa —susurré al fin—. Siento que todo se me viene encima… Que no sirvo para nada.
Hubo un silencio largo al otro lado de la línea.
—¿Quieres que pase por ti? Podemos ir a caminar al parque como antes… O si quieres solo hablamos.
Lloré en silencio. Por primera vez en meses sentí alivio al saber que alguien estaba dispuesto a escucharme sin juzgarme.
Esa tarde salimos a caminar por el Parque México. El aire fresco y los árboles altos me recordaron los días felices de mi infancia, antes de que las expectativas y los miedos se instalaran en mi pecho como una piedra.
—¿Por qué nunca le dices a mamá cómo te sientes? —me preguntó Sebastián mientras compartíamos un café del carrito ambulante.
—Porque ella nunca lo entendería… Siempre dice que hay que ser fuertes, que llorar es perder el tiempo.
Sebastián asintió con tristeza.
—A veces creo que mamá también está cansada… Solo que nunca lo dice.
Volví a casa esa noche sintiéndome un poco menos sola. Andrés me abrazó fuerte y me susurró al oído:
—Gracias por intentarlo.
Los días siguientes fueron una mezcla de pequeños avances y retrocesos. Empecé a buscar trabajo otra vez, aunque el miedo al rechazo seguía ahí, acechando como una sombra. Mi mamá empezó a llamarme todos los días, al principio para preguntar cosas triviales: si ya había comido, si necesitaba algo del súper… Poco a poco las conversaciones se hicieron más largas y sinceras.
Una tarde, mientras lavaba los platos, escuché su voz temblorosa al otro lado del teléfono:
—Hija… Perdóname si alguna vez te hice sentir que tenías que ser perfecta. Yo tampoco sé cómo manejar todo esto…
Me quedé en silencio, con las manos mojadas y el corazón latiendo fuerte. Por primera vez entendí que mi mamá también tenía miedo, también se sentía sola a veces.
Las cosas no se resolvieron de un día para otro. Sigo luchando con mis demonios internos, pero ahora sé que no tengo que hacerlo sola. Aprendí a pedir ayuda, aunque todavía me cueste trabajo admitirlo.
A veces me pregunto: ¿Cuántos de nosotros cargamos con dolores invisibles solo por miedo al qué dirán? ¿Cuántas veces dejamos de pedir ayuda por orgullo o por temor a decepcionar a quienes amamos?
¿Y tú? ¿Alguna vez has sentido que pedir ayuda es rendirse o te has atrevido a romper ese silencio?