Entre el trabajo y el abandono: la historia de una madre sola
—¡Mamá, por favor! Solo te pido que los cuides unas horas mientras trabajo. No tengo a nadie más—. Mi voz temblaba, y sentía el nudo en la garganta mientras sostenía a Camila, mi hija menor, que apenas tenía un año. Mi madre, sentada en su sillón de siempre, ni siquiera me miró a los ojos.
—No, Mariana. Ya crié a mis hijos. Ahora me toca descansar. Además, esos niños son tu responsabilidad, no mía—. Su respuesta fue tan fría como el viento que entraba por la ventana rota de mi casa.
Me quedé parada en medio de su sala, con las manos sudorosas y el corazón hecho trizas. ¿Cómo podía decirme eso? ¿No veía que estaba sola desde que Julián murió? ¿No entendía que sin ayuda no podía mantenernos?
Mi esposo falleció hace dos años en un accidente de colectivo. El día que recibí la noticia sentí que el mundo se partía en dos. Tenía tres hijos: Tomás de siete, Lucía de cuatro y Camila de seis meses. Por suerte, la casa donde vivimos era nuestra, herencia de mi abuela, pero los gastos no perdonan: luz, agua, comida, útiles escolares… y el alquiler del local donde trabajaba medio tiempo como cajera en una panadería del barrio.
Al principio, mi hermano Andrés me ayudó. Venía después del trabajo y traía algo de comida o se quedaba con los chicos mientras yo buscaba empleo. Pero él también tiene esposa y dos hijos pequeños; no podía pedirle más. Cuando me ofrecieron el trabajo en la panadería, acepté sin dudarlo, aunque el sueldo era bajo y los horarios complicados.
El primer día que dejé a mis hijos solos para irme a trabajar fue una tortura. Tomás intentaba ser fuerte, pero lo vi llorar cuando cerré la puerta. Lucía se aferró a mi pierna hasta el último segundo. Camila solo balbuceaba «mamá» con sus manitos extendidas. Corrí todo el camino hasta la panadería con el corazón apretado y lágrimas en los ojos.
Intenté hablar con mi madre varias veces más. Siempre la misma respuesta: «No puedo, Mariana. Yo ya hice mi parte». A veces sentía rabia, otras veces solo tristeza. ¿Acaso no era eso lo que hacían las abuelas? ¿No era eso lo que hacían las madres?
Una tarde, mientras acomodaba facturas en la vitrina, recibí una llamada del colegio: Tomás se había peleado con un compañero. Cuando llegué a casa esa noche, lo encontré sentado en la cama, con los ojos hinchados.
—¿Por qué te peleaste?— le pregunté suavemente.
—Porque me dijeron que somos pobres y que vos nunca venís a las reuniones— respondió bajito.
Me senté a su lado y lo abracé fuerte. Sentí una mezcla de culpa y enojo. No podía estar en todos lados al mismo tiempo. No podía ser madre presente y proveedora a la vez.
Las cosas empeoraron cuando Lucía se enfermó de bronquitis y tuve que faltar al trabajo dos días seguidos. El dueño de la panadería me llamó aparte:
—Mirá, Mariana, yo entiendo tu situación… pero necesito a alguien que no falte tanto. Si esto sigue así, voy a tener que buscar otra persona—.
Salí de ahí temblando. ¿Qué iba a hacer si perdía ese trabajo? ¿Cómo iba a alimentar a mis hijos?
Esa noche fui a ver a mi madre una vez más. Me arrodillé frente a ella.
—Mamá, te lo ruego. Solo unas horas por día. No te pido dinero ni nada más. Solo cuida a los chicos mientras trabajo—.
Ella suspiró y me miró por fin.
—Mariana, yo ya estoy grande. No tengo paciencia para niños chicos. Además, si te ayudo ahora, nunca vas a aprender a salir adelante sola—.
Sentí una rabia tan grande que tuve que salir corriendo antes de decir algo de lo que me arrepintiera.
Pasaron los meses y aprendí a sobrevivir como pude. A veces dejaba a los chicos con una vecina mayor que cobraba barato por cuidarlos junto con otros niños del barrio. Otras veces los dejaba solos con Tomás al mando, aunque eso me partía el alma.
Una noche escuché a Lucía llorar en su cuarto. Me acerqué y la encontré abrazando un peluche viejo.
—¿Por qué la abuela no nos quiere?— preguntó entre sollozos.
No supe qué responderle. ¿Cómo explicarle algo que ni yo entendía?
El tiempo pasó y aprendí a no esperar nada de mi madre. Pero cada vez que veía abuelas jugando en la plaza con sus nietos o ayudando en las tareas escolares, sentía una punzada en el pecho.
Un día cualquiera, mientras limpiaba la casa después de una larga jornada, Tomás se acercó y me dijo:
—Mamá, cuando sea grande quiero ayudarte para que no tengas que trabajar tanto—.
Lo abracé fuerte y lloré en silencio.
Hoy mis hijos están creciendo sanos y fuertes gracias al esfuerzo y al amor que les doy cada día. Pero todavía me pregunto: ¿Por qué algunas madres pueden darle la espalda a sus propios hijos cuando más las necesitan? ¿Será que algún día podré perdonar ese abandono?
¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar? ¿Creen que una madre tiene derecho a negarse a ayudar cuando su hija está sola?