Entre Gritos y Silencios: La Historia de Emiliano

—¡Otra vez llegaste tarde, Emiliano! —gritó mi papá desde la cocina, mientras el olor a sopa de quinua llenaba la casa de adobe.

No respondí. Me quedé parado en la puerta, con la mochila colgando de un solo hombro y la cabeza baja. Mi mamá ni siquiera levantó la vista de la olla; solo murmuró:

—¿Para qué estudias tanto si igual no vas a llegar a nada? Mejor ayúdame con las llamas, que eso sí es trabajo de verdad.

Sentí cómo las palabras me atravesaban, como si fueran piedras lanzadas con rabia. Tenía 15 años y ya estaba cansado. Cansado de escuchar todos los días que no sirvo para nada, que soy una decepción, que nunca seré como mi hermano mayor, Rodrigo, el orgullo de la familia porque se fue a trabajar a La Paz y manda dinero cada mes.

A veces pienso que si desapareciera, nadie lo notaría. Pero luego veo a mi hermanita Lucía, con su carita sucia y sus trenzas deshechas, y sé que al menos ella me necesita. Por ella aguanto los gritos, los silencios incómodos en la mesa y las miradas de desprecio cuando saco una mala nota en matemáticas.

Esa noche, después de cenar en silencio, salí al patio y me senté junto al corral. El cielo estaba tan claro que parecía que podía tocar las estrellas. Cerré los ojos y pensé en lo que más deseaba: irme del pueblo, estudiar en la ciudad, demostrarles a todos que sí valgo algo. Pero aquí los sueños se marchitan antes de nacer.

Al día siguiente en la escuela, la profesora Carmen me llamó al final de la clase:

—Emiliano, ¿puedes quedarte un momento?

Me acerqué con el corazón acelerado. Pensé que iba a regañarme por no entregar la tarea.

—Sé que las cosas no son fáciles en tu casa —dijo en voz baja—. Pero tienes talento para escribir. ¿Has pensado en participar en el concurso de cuentos del municipio?

Me quedé mudo. Nadie nunca me había dicho que era bueno en algo. Ni siquiera yo lo creía.

—No sé si pueda… —balbuceé.

—Inténtalo —insistió ella—. A veces lo único que necesitamos es una oportunidad para demostrar quiénes somos.

Esa tarde escribí mi primer cuento sentado bajo el único árbol grande del pueblo. Escribí sobre un niño que quería volar lejos, pero tenía las alas rotas por las palabras de los demás. Cuando terminé, sentí una mezcla de miedo y esperanza.

Guardé el cuento en mi cuaderno y no se lo mostré a nadie. Ni siquiera a Lucía. Pero la profesora Carmen lo encontró cuando revisó mis tareas y lo envió al concurso sin decirme nada.

Pasaron semanas. En casa todo seguía igual: papá gritaba, mamá suspiraba resignada y yo me perdía entre libros viejos que encontraba en la biblioteca del colegio. Hasta que un día llegó una carta con el sello del municipio.

—¿Y ahora qué hiciste? —bufó mi papá al ver el sobre.

Temblando, abrí la carta delante de todos. Decía que había ganado el primer lugar en el concurso de cuentos y que me invitaban a leerlo en la plaza principal del pueblo vecino.

Por primera vez vi a mi mamá sonreír con orgullo. Mi papá solo murmuró:

—Eso no te va a dar de comer.

Pero esa noche dormí abrazando la carta. Sentí que por fin alguien veía algo bueno en mí.

El día de la premiación me puse la única camisa decente que tenía. Lucía me abrazó fuerte antes de salir:

—Vas a brillar, Emi —susurró.

La plaza estaba llena de gente. Cuando subí al escenario, las piernas me temblaban tanto que pensé que iba a caerme. Pero cuando empecé a leer mi cuento, vi a la profesora Carmen entre el público, sonriéndome con los ojos llenos de lágrimas.

Al terminar, todos aplaudieron. Incluso algunos vecinos que siempre decían que yo era un inútil. Por primera vez sentí que podía ser alguien más que «el hijo flojo de los Vargas».

Esa noche, al volver a casa, mi papá me esperaba sentado junto al fuego. No dijo nada por un rato. Luego murmuró:

—Tal vez… tal vez sí sirves para algo después de todo.

No era un abrazo ni un «te quiero», pero era más de lo que había recibido en años.

Desde ese día empecé a escribir más. A veces todavía escucho las voces que me dicen que no puedo, pero ahora también escucho otras: las de quienes creen en mí, aunque sea un poco.

Sé que muchos chicos como yo sienten que nunca serán suficientes para sus padres o para su pueblo. Que sus sueños son demasiado grandes para un lugar tan pequeño. Pero aprendí que a veces basta con una persona que te diga «sí puedes» para empezar a creerlo tú también.

Ahora escribo esto desde el mismo patio donde tantas veces lloré en silencio. No sé si algún día podré irme del pueblo o si lograré cambiar mi destino. Pero hoy sé que valgo más de lo que me hicieron creer.

¿Alguna vez sintieron que no eran suficientes para su familia? ¿Qué harían ustedes si tuvieran miedo de soñar? Los leo.