Entre la esperanza y el abismo: Huida en la madrugada
—¡Mamá, tengo frío! —susurró Camila, apretando mi mano con fuerza mientras su hermano menor, Tomás, sollozaba en silencio a mi lado. El eco de sus palabras rebotó en la escalera del edificio, donde la luz mortecina apenas nos cubría del miedo y la vergüenza. Mi corazón latía tan fuerte que sentía que podía despertar a todo el barrio de Villa Esperanza.
No podía llorar. No podía mostrarles mi miedo. Tenía que ser fuerte, aunque por dentro me estuviera desmoronando. Había dejado atrás a Ernesto, mi esposo, esa noche después de años de gritos, golpes y promesas rotas. Había esperado demasiado tiempo, siempre creyendo que cambiaría, que lo hacía por amor o por el bien de los niños. Pero esa noche, cuando vi el terror en los ojos de Tomás al escuchar los pasos de su padre acercándose, supe que no podía quedarme ni un minuto más.
Corrimos por las calles oscuras, esquivando los perros callejeros y las miradas curiosas de los vecinos tras las cortinas. Solo tenía una dirección en mente: la casa de mi mejor amiga, Lucía. Ella siempre me había dicho: «Si algún día necesitas ayuda, no dudes en venir». Pero cuando toqué la puerta con desesperación, fue su esposo, Julián, quien apareció.
—¿Qué haces aquí a estas horas, Mariana? —preguntó Julián, con voz áspera y ojos cansados.
—Por favor, Julián… necesito hablar con Lucía. No tenemos a dónde ir —le rogué, sintiendo cómo las lágrimas amenazaban con traicionarme.
Él miró a los niños y luego a mí. Dudó un segundo, pero luego negó con la cabeza.
—No puedo meterme en problemas ajenos. Ernesto es capaz de cualquier cosa si se entera que están aquí. Mejor vete antes de que alguien los vea.
La puerta se cerró en mi cara. Sentí que el mundo se me venía abajo. Lucía apareció detrás de la cortina, sus ojos llenos de culpa y miedo, pero no se atrevió a abrirme. Me quedé paralizada unos segundos, hasta que Camila tiró de mi brazo.
—¿A dónde vamos ahora, mamá?
No tenía respuesta. Bajé las escaleras con ellos y nos sentamos en el rellano del tercer piso. El frío del cemento se colaba por mis huesos y el silencio era tan denso que podía escuchar el tic-tac del reloj del pasillo. Pensé en llamar a mi hermana en Santa Fe, pero ella tenía sus propios problemas y apenas podía mantener a sus hijos.
Mientras abrazaba a mis hijos para darles calor, recordé las veces que Ernesto me había prometido cambiar. «Te juro que es la última vez», decía después de cada golpe. Pero nunca fue la última vez. En nuestro barrio todos sabían lo que pasaba puertas adentro, pero nadie decía nada. «Es asunto de familia», murmuraban las vecinas mientras barrían la vereda.
Esa noche sentí una mezcla de rabia y tristeza. Rabia por Ernesto, por Lucía y Julián, por todos los que miraban para otro lado. Tristeza por mis hijos, por haberles fallado al no protegerlos antes. Pero también sentí algo nuevo: una chispa de esperanza. Si había logrado salir esa noche, tal vez podría encontrar una salida definitiva.
El sonido de pasos en la escalera me sobresaltó. Era doña Rosa, la vecina del cuarto piso. Siempre había sido amable conmigo cuando iba a comprar tortillas o leche para los niños.
—¿Mariana? ¿Qué haces aquí con los chicos a esta hora? —preguntó sorprendida.
No pude evitarlo y rompí en llanto. Le conté todo entre sollozos: los golpes, el miedo, la huida desesperada.
Doña Rosa me abrazó fuerte y nos invitó a pasar a su departamento. Nos dio café caliente y pan dulce mientras los niños se dormían en el sillón.
—No estás sola, hija —me dijo acariciando mi cabello—. Mañana vamos juntas al juzgado de familia. Yo te acompaño.
Esa noche dormí poco, pero por primera vez en años sentí alivio. Al amanecer llamé a mi mamá en Corrientes y le conté lo sucedido. Ella lloró conmigo al teléfono y me prometió ayudarme como pudiera.
Los días siguientes fueron una montaña rusa: denuncias en la comisaría, entrevistas con asistentes sociales, noches sin dormir pensando si Ernesto aparecería para vengarse. Pero cada día que pasaba lejos de él era una victoria.
Lucía me llamó una semana después para pedirme perdón entre lágrimas.
—Julián me prohibió ayudarte… tenía miedo de Ernesto —me confesó—. Pero yo nunca quise dejarte sola.
No supe qué decirle. La herida era profunda y no sabía si alguna vez podría confiar en ella como antes.
Con el tiempo conseguí un trabajo limpiando casas y logré alquilar una pieza pequeña para mis hijos y para mí. No era mucho, pero era nuestro refugio seguro. Camila volvió a sonreír y Tomás dejó de despertarse gritando por las noches.
A veces me pregunto si hice lo correcto al huir esa noche o si debí haberlo hecho antes. ¿Cuántas mujeres más siguen atrapadas entre el miedo y la esperanza? ¿Cuántos niños crecen creyendo que el amor duele?
Hoy miro a mis hijos dormir tranquilos y sé que volvería a huir mil veces si fuera necesario. Porque nadie merece vivir con miedo en su propia casa.
¿Y ustedes? ¿Han sentido alguna vez que no hay salida? ¿Qué harían si tuvieran que elegir entre el miedo y la libertad?