Entre la fe y el desorden: El día que mi hijo me enseñó a creer
—¡No quiero! ¡No voy a recoger nada! —gritó Emiliano, su carita roja de rabia, mientras los carritos y bloques de colores se esparcían por todo el suelo del departamento.
Sentí cómo la frustración me subía por la garganta, caliente y amarga. El reloj marcaba las siete y media, la cena aún sin preparar, el uniforme de la escuela arrugado en la silla, y yo, sola, otra vez, enfrentando el caos cotidiano de ser madre soltera en la Ciudad de México. Afuera, los cláxones y el bullicio del barrio se colaban por la ventana abierta. Dentro, solo el eco de mi voz cansada y el llanto de Emiliano llenaban el espacio.
—Emiliano, por favor —intenté con voz suave, aunque por dentro sentía ganas de gritar—. Si no recoges tus juguetes, no habrá caricaturas después de cenar.
Él me miró desafiante, los ojos grandes llenos de lágrimas contenidas. —¡No me importa! —me espetó, cruzando los brazos.
En ese instante, recordé a mi madre, gritándome lo mismo hace más de veinte años en nuestra casa en Iztapalapa. Recordé cómo yo también me rebelaba, cómo sentía que nadie me escuchaba. ¿Estaba repitiendo la historia? ¿Era posible romper ese ciclo?
Me senté en el borde del sofá, cerré los ojos un momento y respiré hondo. Mi abuela siempre decía: “Cuando no sepas qué hacer, reza”. Y aunque a veces sentía que la fe era un lujo para quienes tenían tiempo, esa noche no tenía nada más a qué aferrarme.
—Diosito —susurré en silencio—, dame paciencia. Dame sabiduría para no perderme en mi propio enojo.
Abrí los ojos y vi a Emiliano, ahora sentado entre sus juguetes, sollozando bajito. Me acerqué despacio y lo abracé. Sentí su cuerpecito temblar contra mi pecho. No dije nada; solo lo sostuve hasta que su respiración se calmó.
—¿Por qué estás tan enojado? —le pregunté finalmente.
Él tardó en responder. —Porque extraño a mi papá —murmuró.
Mi corazón se apretó. Su papá se había ido hacía dos años, buscando trabajo en Monterrey y prometiendo volver pronto. Las llamadas se hicieron menos frecuentes hasta que solo quedó el silencio. Yo siempre traté de ser fuerte para Emiliano, pero esa noche entendí que él también cargaba su propia tristeza.
—Te entiendo, mi amor —le dije—. Yo también lo extraño a veces. Pero sabes que aquí estoy yo para ti.
Nos quedamos así un rato largo. Luego le propuse: —¿Qué te parece si recogemos los juguetes juntos? Podemos hacer una carrera: tú los carritos y yo los bloques. ¿Listo?
Por primera vez en la tarde, vi una chispa de entusiasmo en sus ojos. Asintió y comenzamos a recoger entre risas tímidas. Cuando terminamos, le di un beso en la frente y le agradecí por ayudarme.
Esa noche, mientras Emiliano dormía abrazado a su peluche favorito, me senté a la mesa con una taza de café frío y pensé en lo cerca que estuve de perder la paciencia. Pensé en todas las madres que luchan solas cada día, en las abuelas que rezan por nosotras desde lejos, en los padres ausentes y en los niños que solo quieren sentirse escuchados.
Al día siguiente, cuando fui a dejar a Emiliano al kínder, la maestra Lupita me detuvo en la puerta.
—Señora Mariana —me dijo con una sonrisa—, Emiliano hoy ayudó a recoger los juguetes sin que nadie se lo pidiera. Hasta animó a sus compañeros.
Sentí un nudo en la garganta. Le sonreí agradecida y caminé hacia el metro con el corazón ligero. Tal vez no era una madre perfecta; tal vez nunca lo sería. Pero esa noche aprendí que la fe no es solo rezar para que todo salga bien; es confiar en que podemos encontrar fuerza incluso cuando sentimos que ya no podemos más.
A veces me pregunto: ¿Cuántas veces nos dejamos llevar por el enojo sin ver lo que realmente sienten nuestros hijos? ¿Cuántas historias familiares repetimos sin darnos cuenta? ¿Y si la fe es simplemente atrevernos a escuchar con el corazón abierto?