Entre la fe y el dolor: Mi lucha por salvar mi familia

—¿Otra vez vas a irte con ellos, Javier? —mi voz temblaba, no sabía si de rabia o de tristeza, mientras él recogía las llaves del auto.

No me miró. Solo suspiró, como si mi pregunta fuera una piedra más en la mochila que llevaba. Yo estaba parada en la cocina, con las manos mojadas de lavar los platos, y sentí que el mundo se me venía encima. Era sábado, el único día que teníamos para estar juntos, pero él ya tenía planes: ir a casa de su mamá, ayudar a su hermano con el negocio, llevar a su hermana al médico. Siempre ellos primero.

—Es mi familia, Mariana —me dijo sin levantar la voz, como si eso lo justificara todo.

—¿Y nosotros qué somos? —pregunté, pero él ya estaba cerrando la puerta.

Me quedé sola con el eco de mis palabras y el llanto ahogado de mis hijos en el cuarto. No era la primera vez. Desde que nos casamos, su familia siempre fue prioridad. Al principio pensé que era normal, que en México así eran las cosas: los lazos familiares son fuertes, casi sagrados. Pero con los años, ese lazo se convirtió en una soga que me apretaba el cuello.

Recuerdo una Navidad en particular. Había preparado todo para cenar en casa: pavo, ensalada rusa, ponche caliente. Los niños estaban emocionados, pero a las siete de la noche Javier anunció que pasaríamos la noche en casa de su mamá. No hubo discusión posible. Recogí todo entre lágrimas mientras los niños preguntaban por qué no podíamos quedarnos en casa.

Esa noche, sentada en la sala ajena, rodeada de risas que no eran mías, sentí un vacío tan grande que pensé que me iba a tragar. Fue ahí cuando empecé a rezar con más fuerza. No pedía milagros imposibles; solo pedía fuerzas para no romperme.

Mi madre siempre decía: «La fe mueve montañas, hija». Yo no quería mover montañas; solo quería que Javier me mirara y viera el dolor en mis ojos. Pero él parecía ciego, o tal vez yo era invisible.

Una tarde, después de una discusión más —ya ni recuerdo por qué— salí al patio y me arrodillé en la tierra húmeda. «Dios mío», susurré entre sollozos, «no sé qué hacer. No quiero odiar a la familia de Javier, pero siento que me están robando lo poco que tengo».

Esa noche soñé con mi abuela Rosa. Ella me abrazaba fuerte y me decía: «No estás sola, Mariana. Dios te escucha aunque creas que no». Me desperté llorando, pero con una paz extraña en el pecho.

Empecé a buscar refugio en la iglesia del barrio. No era fanática ni mucho menos, pero necesitaba un lugar donde nadie me juzgara por llorar. Ahí conocí a doña Carmen, una señora de manos ásperas y voz dulce. Un día me encontró llorando en una banca y se sentó a mi lado sin decir nada. Solo puso su mano sobre la mía y rezó bajito.

—A veces los hombres no ven lo que tienen hasta que lo pierden —me dijo después—. Pero tú no pierdas tu fe.

Sus palabras se quedaron conmigo como un mantra. Empecé a orar cada mañana antes de levantarme y cada noche antes de dormir. No para que Javier cambiara —aunque claro que lo deseaba— sino para tener fuerzas para seguir adelante.

Las cosas no mejoraron de inmediato. Hubo días en los que pensé en irme con los niños y empezar de nuevo lejos de todos. Pero algo dentro de mí me decía que debía luchar un poco más.

Un domingo cualquiera, Javier llegó tarde otra vez. Los niños estaban dormidos y yo tejía una bufanda para mi hija menor. Se sentó frente a mí y por primera vez en mucho tiempo vi cansancio en sus ojos.

—¿Por qué nunca estás feliz? —me preguntó de pronto—. Hago todo lo posible por ayudar a mi familia y tú siempre estás molesta.

Sentí una rabia sorda subir por mi garganta, pero respiré hondo y le respondí:

—No estoy molesta porque ayudes a tu familia, Javier. Estoy triste porque siento que nosotros no importamos. Que siempre somos los últimos en tu lista.

Él bajó la mirada y por un segundo pensé que iba a llorar.

—No sé cómo hacer para que todos estén bien —susurró—. Mi mamá depende de mí desde que murió mi papá…

Me acerqué despacio y le tomé la mano.

—No tienes que elegir entre ellos y nosotros —le dije—. Solo quiero sentir que también somos tu familia.

Esa noche hablamos como hacía años no lo hacíamos. Lloramos juntos por todo lo que habíamos callado: él por miedo a defraudar a su madre; yo por miedo a perderlo.

No fue fácil cambiar las cosas. Hubo recaídas, discusiones nuevas y viejas heridas abiertas. Pero poco a poco Javier empezó a quedarse más tiempo en casa, a preguntar cómo estábamos los niños y yo, a invitarme a acompañarlo cuando visitaba a su familia.

La fe no resolvió todos mis problemas, pero me dio fuerzas para enfrentar cada día sin perderme a mí misma. Aprendí a poner límites sin sentirme culpable y a pedir ayuda cuando ya no podía más.

Hoy miro atrás y agradezco cada lágrima porque me hicieron más fuerte. Sigo rezando cada noche, pero ahora mis oraciones son de gratitud más que de súplica.

A veces me pregunto: ¿cuántas mujeres viven este mismo dolor en silencio? ¿Cuántas callan por miedo a romper lo poco que tienen? Si tú también te sientes invisible en tu propia casa, ¿qué te sostiene cuando todo parece perdido?