Entre la fe y el silencio: La historia de Mariana en el corazón de México
—¡No me hables de fe, Mariana! —gritó Ernesto, su voz retumbando en las paredes de nuestra pequeña casa en Toluca mientras la lluvia golpeaba los vidrios con furia—. ¡La fe no paga las cuentas ni arregla lo que está roto entre nosotros!
Me quedé paralizada, con las manos temblando sobre la mesa. El olor a café frío y pan duro era lo único que llenaba el aire, además del eco de sus palabras. ¿En qué momento nuestro amor se volvió esto? ¿Cuándo dejamos de mirarnos a los ojos sin miedo?
Esa noche, después de que Ernesto salió dando un portazo, me arrodillé en el suelo de la cocina. No sabía si rezar o llorar. «Diosito, si estás ahí, ayúdame a entender por qué todo se está desmoronando», susurré entre sollozos. Sentí el frío de las baldosas en mis rodillas y el peso de la soledad en mi pecho.
Ernesto y yo nos conocimos en la iglesia del barrio, hace quince años. Él era el chico que tocaba la guitarra en el coro, siempre sonriente, siempre dispuesto a ayudar. Yo era la muchacha callada que vendía tamales con mi mamá afuera del templo. Nos enamoramos entre misas y procesiones, soñando con una vida sencilla pero llena de amor.
Pero los sueños no pagan la renta ni llenan el refri. Cuando Ernesto perdió su trabajo en la fábrica, todo cambió. Los días se volvieron grises, las discusiones más frecuentes. Yo trataba de animarlo con palabras de esperanza, pero él solo veía puertas cerradas. «¿De qué sirve rezar si nada mejora?», me preguntaba cada vez que intentaba hablarle de Dios.
Una tarde, mi hermana Lucía vino a visitarme. Me encontró sentada en la cama, mirando la pared como si ahí estuviera escrita la solución a todos mis problemas.
—Mariana, ¿por qué no hablas con el padre Julián? —me sugirió—. Tal vez él pueda orientarte.
No quería que nadie supiera lo mal que estábamos, pero acepté. Al día siguiente, fui a la parroquia. El padre Julián me escuchó en silencio, sin juzgarme.
—A veces, Mariana, la fe no es para cambiar a los demás, sino para darnos fuerza a nosotros mismos —me dijo—. No estás sola.
Salí de ahí con el corazón un poco más ligero. Empecé a rezar cada noche, no para que Ernesto cambiara mágicamente, sino para tener paciencia y sabiduría. Le pedí a Dios que me mostrara cómo amar incluso cuando dolía.
Las cosas no mejoraron de inmediato. Ernesto seguía distante, salía por las noches y regresaba tarde, oliendo a cerveza barata y frustración. Una madrugada, lo esperé despierta. Cuando entró, le hablé con voz firme:
—Ernesto, no quiero perderte. Pero tampoco puedo seguir así. Si necesitas ayuda, dime. Si necesitas espacio, también.
Él me miró con ojos cansados y por primera vez en meses vi lágrimas asomando en sus pestañas.
—No sé cómo salir de esto, Mariana —susurró—. Siento que te estoy fallando… que le fallo a Dios.
Nos abrazamos en silencio. Sentí que algo se rompía y algo nuevo nacía al mismo tiempo.
Poco a poco, empezamos a hablar más honestamente. Fuimos juntos a misa otra vez; no porque todo estuviera bien, sino porque necesitábamos esperanza. Ernesto consiguió trabajo como chofer de camión y yo empecé a vender pasteles para ayudar con los gastos.
No fue fácil reconstruir la confianza ni sanar las heridas. Hubo días en que quise rendirme y noches en que solo podía llorar en silencio para no despertar a nuestros hijos. Pero cada vez que sentía que no podía más, recordaba las palabras del padre Julián: «La fe es para darnos fuerza».
Un domingo, después de misa, Ernesto tomó mi mano frente a todos y me dijo:
—Gracias por no soltarme cuando más perdido estaba.
Sentí que Dios nos había dado una segunda oportunidad, no porque fuéramos perfectos, sino porque aprendimos a luchar juntos.
Hoy todavía hay días difíciles; la vida nunca deja de poner pruebas. Pero ahora sé que no estoy sola. Que la fe no es una varita mágica, sino un refugio donde puedo descansar cuando todo duele.
A veces me pregunto: ¿Cuántas familias viven esto en silencio? ¿Cuántos matrimonios se rompen porque nadie se atreve a pedir ayuda o a confiar en algo más grande que uno mismo?
¿Y tú? ¿Has sentido alguna vez que tu fe es lo único que te sostiene cuando todo parece perdido?