Entre la fe y la deuda: Mi batalla por un hogar digno
—¡No me digas que otra vez no alcanzó para la luz, Lucía! —gritó mi madre desde la cocina, mientras yo revisaba los billetes arrugados sobre la mesa.
Sentí el peso de su mirada, mezcla de cansancio y decepción. Mi padre, sentado en silencio junto a la ventana, apretaba los labios. Afuera, el bullicio del barrio San Juan de Lurigancho seguía como si nada: niños jugando en la calle polvorienta, vendedores ambulantes voceando sus productos, motos que pasaban zumbando. Pero dentro de nuestra casa, el tiempo parecía haberse detenido.
—Mamá, hice lo que pude —respondí con voz temblorosa—. El trabajo en el mercado está flojo y… bueno, tú sabes que don Ernesto no paga a tiempo.
Mi hermano menor, Diego, apenas tenía 12 años y ya entendía demasiado. Se acercó y me abrazó por la espalda. Sentí su miedo pegado a mi piel. ¿Cómo explicarle que quizás mañana no tendríamos dónde dormir?
La deuda del alquiler se acumulaba como una sombra en cada rincón. Tres meses sin pagar y la amenaza del desalojo era real. Mi madre, Rosa, siempre había sido fuerte, pero esa noche la vi romperse. Se sentó a mi lado y tomó mis manos.
—Lucía, hija… ¿y si vamos donde tu tía Carmen? Quizás ella pueda prestarnos algo.
Sabía lo que eso significaba: aceptar que no podíamos solos, enfrentar las miradas de lástima y los comentarios venenosos de la familia. «¿Ves? Por no estudiar, por no casarte bien…», dirían las primas en voz baja.
Pero más allá del orgullo estaba el miedo. El miedo a quedarnos en la calle. El miedo a fallarle a mi familia.
Esa noche, cuando todos dormían, me arrodillé junto a la cama. No recordaba la última vez que había rezado con tanta desesperación.
—Diosito… si estás ahí, ayúdame. No sé qué más hacer. No quiero que mi mamá sufra más. No quiero que Diego pierda su casa. Dame una señal, por favor.
Las lágrimas caían silenciosas mientras afuera el viento golpeaba las ventanas rotas.
Al día siguiente, fui al mercado con la esperanza de encontrar algún trabajo extra. Doña Mercedes, la señora que vendía verduras al lado del puesto donde ayudaba, me vio llegar con los ojos hinchados.
—¿Qué te pasa, Lucía? —preguntó con voz suave.
No pude evitarlo: le conté todo. La deuda, el miedo, la vergüenza. Ella me escuchó en silencio y luego me abrazó fuerte.
—Mira, hija —me dijo—, yo también pasé por eso. Cuando mi esposo se fue y me dejó con tres hijos chiquitos, pensé que no iba a poder. Pero Dios nunca me soltó la mano. Hay que tener fe… y también buscar ayuda donde se pueda.
Me ofreció quedarme unas horas más ayudando a limpiar el puesto a cambio de unas monedas y una bolsa de verduras para llevar a casa. No era mucho, pero era algo.
Esa tarde volví con la cabeza un poco más alta. Mi madre sonrió al ver las papas y zanahorias frescas.
—Gracias, hija —susurró—. No sé qué haríamos sin ti.
Pero el alivio duró poco. Esa noche tocaron la puerta: era don Víctor, el dueño de la casa.
—Señora Rosa —dijo serio—, necesito que me paguen al menos un mes o voy a tener que pedirles que se vayan antes del fin de semana.
Mi madre bajó la cabeza. Yo sentí una rabia sorda crecer dentro de mí.
—Por favor, don Víctor —le rogué—. Denos una semana más. Estoy buscando trabajo extra…
Él suspiró y asintió con desgano.
—Una semana más, Lucía. Pero es lo último.
Cuando cerré la puerta sentí que el mundo se me venía encima. Me encerré en el baño y lloré en silencio para que nadie me oyera.
Esa noche volví a rezar. Pero esta vez no pedí milagros imposibles; pedí fuerzas para seguir luchando.
Al día siguiente, mientras barría el puesto de doña Mercedes, escuché una conversación entre dos señoras sobre una fábrica textil que buscaba personal para coser uniformes escolares. Sin pensarlo dos veces, fui hasta allá después del mercado.
La fila era larga y las caras cansadas como la mía. Cuando llegó mi turno, el encargado —un hombre moreno llamado don Álvaro— me miró de arriba abajo.
—¿Tienes experiencia?
—Sé coser a mano y he ayudado en talleres antes —mentí un poco; había aprendido viendo a mi abuela remendar ropa vieja.
Me dio una oportunidad: tres días a prueba.
Fueron días duros: dedos sangrando por las agujas, espalda dolorida por las horas sentada en el banco duro. Pero cada puntada era una oración silenciosa: «Por favor, Diosito… ayúdame a quedarme».
El viernes por la tarde don Álvaro me llamó aparte.
—Lucía, trabajas bien. Te quedas con nosotros. El pago es semanal; puedes recogerlo hoy mismo si quieres.
Sentí una mezcla de alivio y gratitud tan grande que casi me pongo a llorar ahí mismo.
Corrí a casa con el sobre apretado en el bolsillo. Cuando le di el dinero a mi madre para pagarle a don Víctor, ella me abrazó tan fuerte que sentí cómo se le iba un poco del miedo acumulado en el pecho.
Esa noche cenamos juntos sin palabras amargas ni reproches. Diego sonreía otra vez; mi padre incluso hizo un chiste sobre lo mala que era mi sopa.
No resolvimos todos nuestros problemas de un día para otro; aún había cuentas por pagar y muchas incertidumbres. Pero esa pequeña victoria nos devolvió algo que habíamos perdido: la esperanza.
Ahora entiendo que la fe no es solo rezar esperando milagros; es levantarse cada día y dar lo mejor aunque todo parezca perdido. Es aceptar ayuda sin vergüenza y tender la mano cuando otros lo necesitan.
A veces me pregunto: ¿cuántas familias como la mía viven al borde del abismo cada mes? ¿Cuántos callan su dolor por miedo al qué dirán? ¿Y si compartimos nuestras historias para apoyarnos unos a otros?
¿Tú también has sentido ese miedo? ¿Qué te ayudó a seguir adelante cuando todo parecía perdido?