Entre la Vida y el Abismo: La Noche que Todo Cambió

—¡No lo hagas! —grité con la voz quebrada, mientras la lluvia golpeaba mi rostro y las luces de los autos parecían fantasmas en la madrugada. La joven, empapada y temblando, apenas volteó a mirarme. Sus ojos, enormes y oscuros, reflejaban una tristeza tan profunda que sentí que me ahogaba en ella.

No sé qué me impulsó a detener el coche esa noche. Quizás fue el recuerdo de mi propio accidente, apenas dos semanas atrás, cuando mi vida pendía de un hilo en una camilla del Hospital General de La Raza. O tal vez fue la culpa, ese monstruo silencioso que me perseguía desde que sobreviví y el otro conductor no.

Me llamo Mauricio Herrera. Tengo 28 años y hasta hace poco creía tenerlo todo bajo control: un trabajo estable en una oficina de seguros, una novia maravillosa llamada Camila, y una familia que, aunque disfuncional, siempre estaba ahí. Pero la vida tiene formas crueles de recordarte lo frágil que eres.

Esa noche, tras mi turno en la oficina, manejaba por Insurgentes cuando vi la silueta de la muchacha al otro lado de la baranda del puente. El tráfico era denso, pero algo en su postura —la forma en que abrazaba sus rodillas, el cabello pegado al rostro— me hizo frenar en seco. Bajé del coche sin pensarlo.

—¡Por favor! —insistí, acercándome con cautela—. No tienes que hacer esto. Podemos hablar…

Ella me miró con rabia y miedo.

—¿Por qué te importa? ¡Ni siquiera me conoces! —su voz era un susurro ahogado por el ruido de la ciudad.

Me quedé sin palabras. ¿Por qué me importaba? Quizás porque yo también había estado al borde del abismo, aunque el mío era diferente. Recordé el sonido del metal retorciéndose, los gritos de los paramédicos, el olor a sangre y gasolina. Recordé despertar en el hospital y ver a mi madre llorando en silencio junto a mi cama.

—No tienes razón —dije finalmente—. Pero sé lo que es sentir que todo se derrumba. ¿Puedo acercarme?

Ella dudó un instante y asintió apenas. Me acerqué despacio, temiendo asustarla más. El agua corría por mis mejillas como si también yo estuviera llorando.

—¿Cómo te llamas? —pregunté.

—Valeria —respondió tras una pausa larga.

—Valeria… Yo soy Mauricio. ¿Quieres contarme qué pasó?

Ella soltó una risa amarga.

—¿De verdad crees que importa? Mi mamá ni siquiera sabe dónde estoy. Mi papá… ni hablar. Y mi novio… bueno, ya no tengo novio.

Sentí un nudo en la garganta. ¿Cuántos jóvenes como ella se sentían así de solos en esta ciudad inmensa?

—A veces creemos que nadie nos necesita —le dije—. Pero te juro que sí hay personas que se preocupan por ti, aunque no lo parezca.

Valeria bajó la mirada. Un taxi pasó a toda velocidad y nos salpicó aún más agua sucia.

—¿Y tú? ¿Por qué estás aquí? —me preguntó de repente.

No esperaba esa pregunta. Dudé antes de responder.

—Hace poco tuve un accidente… choqué con otro coche y… el otro conductor murió. Yo salí casi ileso. Desde entonces no puedo dormir bien. Siento que no merezco estar vivo.

Valeria me miró con una mezcla de sorpresa y compasión.

—¿Y qué haces para seguir?

Tragué saliva.

—No lo sé. Hay días en que sólo quiero desaparecer. Pero luego veo a mi mamá, a mi hermana menor… y pienso que si yo me rindo, ellos también perderán algo importante.

El silencio se hizo pesado entre nosotros. Los cláxones seguían sonando a lo lejos, indiferentes a nuestro pequeño drama sobre el puente.

De repente, Valeria empezó a llorar. No esos sollozos discretos que uno esconde; lloraba como si se le fuera la vida en ello. Me acerqué más y le extendí la mano.

—Ven… no tienes que estar sola —le dije suavemente.

Ella dudó, pero finalmente tomó mi mano con fuerza desesperada. La ayudé a pasar al lado seguro del puente y nos sentamos en la banqueta bajo la lluvia.

—¿Tienes a dónde ir? —le pregunté.

Negó con la cabeza.

—Mi mamá trabaja doble turno limpiando casas en Polanco. Apenas nos vemos. Mi papá se fue hace años. Y hoy… hoy me corrieron del trabajo por llegar tarde otra vez. Mi exnovio sólo me buscaba cuando necesitaba algo…

Sentí rabia por ella, por todos los jóvenes invisibles de esta ciudad que luchan solos contra monstruos enormes: pobreza, abandono, indiferencia.

Saqué mi celular y marqué a Camila.

—¿Amor? Perdón por la hora… ¿puedes venir por mí al puente de Insurgentes? No estoy solo… es una emergencia.

Camila llegó media hora después, empapada pero con una sonrisa cálida. Nos llevó a su departamento y le prestó ropa seca a Valeria. Preparamos café y pan dulce mientras Valeria contaba su historia entre lágrimas y silencios largos.

Esa noche aprendí algo: a veces salvar a alguien es tan simple como escuchar sin juzgar, ofrecer un café caliente o compartir tu propio dolor para que el otro no se sienta tan solo.

Los días siguientes fueron difíciles. Valeria aceptó quedarse unos días con Camila mientras buscábamos ayuda profesional para ella. Yo volví al hospital para mis terapias físicas y psicológicas; enfrenté las miradas acusadoras de la familia del hombre que murió en el accidente y soporté los reproches silenciosos de mi propio padre: “¿Por qué tú sí y él no?”

En casa las cosas tampoco eran fáciles. Mi madre apenas hablaba; mi hermana menor, Lucía, me evitaba porque tenía miedo de perderme también. Una noche escuché a mi madre rezar por mí en voz baja: “Diosito, no me lo quites… ya perdí demasiado”.

La culpa seguía ahí, pero ahora tenía un propósito: ayudar a Valeria me ayudaba a mí mismo. Empecé a asistir a un grupo de apoyo para sobrevivientes de accidentes y para personas con tendencias suicidas. Descubrí que muchos cargamos heridas invisibles; algunos las esconden mejor que otros.

Un día Valeria me abrazó fuerte antes de entrar a su primera sesión con la psicóloga del hospital público:

—Gracias por no soltarme esa noche —me susurró—. Si no fuera por ti…

No supe qué decirle. Sólo apreté su mano y le sonreí con lágrimas en los ojos.

Hoy han pasado seis meses desde aquella noche sobre el puente. Valeria consiguió trabajo en una cafetería cerca del hospital; estudia por las noches para terminar la prepa abierta. Yo sigo luchando con mis demonios, pero ya no lo hago solo: Camila sigue conmigo, Lucía volvió a hablarme y hasta mi madre sonríe de vez en cuando.

A veces me pregunto cuántas vidas se salvan cada día sólo porque alguien decide detenerse y preguntar: “¿Estás bien?”

Y tú… ¿alguna vez has sentido que tu dolor es invisible? ¿Qué harías si pudieras salvarle la vida a alguien sólo escuchando su historia?