Entre la vida y el perdón: Diario de una noche en la ambulancia

—¡Por favor, apúrese! ¡Mi papá se está muriendo!—grité al paramédico, mientras la ambulancia zigzagueaba entre los autos en la Avenida Insurgentes. Las luces rojas y azules parpadeaban sobre los rostros tensos de los conductores que se pegaban a las banquetas, abriéndonos paso como si supieran que cada segundo era una gota de esperanza.

Mi padre yacía sobre la camilla, pálido, con los ojos entrecerrados. Su mano, tan fuerte alguna vez, temblaba apenas bajo mi agarre. Yo no podía dejar de repetirlo, como un mantra desesperado: —Tato, por favor, perdóname. Solo vive… te lo ruego.

Pero él no me escuchaba. Su respiración era un hilo frágil, y en su mirada perdida parecía ver a otra persona. Una mujer que no era yo. Tal vez a mamá, la que nos dejó hace años, cansada de las peleas y los silencios. O tal vez a la abuela Rosa, que siempre decía que los hombres de esta familia eran duros como el mezquite pero frágiles por dentro.

El paramédico, un muchacho moreno con acento costeño, intentaba tranquilizarme: —Señorita Mariana, haga lo posible por mantenerlo despierto. Háblele de cosas bonitas, de cuando era niña…

¿Cosas bonitas? ¿Cómo decirle a mi padre que lo amaba si hacía meses que no nos hablábamos? ¿Cómo recordarle los domingos de fútbol en el parque cuando ahora solo nos unía el resentimiento?

—Papá… ¿te acuerdas cuando me enseñaste a andar en bicicleta en el barrio?—susurré, luchando contra las lágrimas—. Me caí y me raspé la rodilla, pero tú dijiste: “Los Valdez no lloran por tonterías”.

Él no respondió. Solo apretó los labios y una lágrima rodó por su mejilla. Sentí que el mundo se partía en dos: el antes y el después de esa noche.

La ambulancia frenó de golpe frente al Hospital General. Los camilleros salieron corriendo y yo detrás, tropezando con mis propios pies. En la sala de urgencias, todo era caos: gritos, olor a desinfectante, madres abrazando a sus hijos, policías con la mirada dura.

—¿Familia del señor Valdez?—preguntó una doctora joven, con bata manchada de sangre.

—Soy su hija—dije con voz temblorosa.

—Necesitamos su autorización para intervenir. Está muy grave…

Firmé sin leer. ¿Qué importaba ya? Mi padre estaba entre la vida y la muerte y yo solo podía esperar.

Me senté en una banca fría junto a mi tía Lucía, que llegó corriendo con el cabello revuelto y el rosario en la mano.

—¿Qué pasó, Mariana?—me preguntó con voz ronca.

—Discutimos… otra vez. Le grité cosas horribles. Le dije que ojalá nunca hubiera sido mi papá…

Lucía me abrazó fuerte. —Todos decimos cosas feas cuando estamos heridos. Pero tu papá te ama más de lo que crees.

Las horas pasaron lentas como el tráfico en hora pico. Recordé las veces que papá llegaba tarde del taller mecánico, oliendo a grasa y sudor, pero siempre con un dulce para mí en el bolsillo. Recordé también los gritos cuando mamá se fue, su silencio cuando le dije que quería estudiar arte y no administración como él quería.

“Los Valdez no lloran”, repetía siempre. Pero esa noche lloré como nunca antes.

De pronto, la doctora salió con el rostro serio.

—Hicimos todo lo posible. Está estable… pero necesita una operación urgente. ¿Hay algo que quiera decirle antes de entrar?

Corrí a su lado. Mi padre abrió los ojos apenas un poco.

—Mariana…

—Papá, perdóname por todo lo que te dije. No quiero perderte así…

Él sonrió débilmente.—Yo también cometí errores, hija. Pero nunca dudes que eres mi orgullo…

Lo besé en la frente mientras lo llevaban al quirófano.

Esa noche recé como nunca antes. No por milagros imposibles, sino por una segunda oportunidad para sanar lo roto entre nosotros.

Cuando salió del quirófano, estaba pálido pero vivo. Sostuve su mano y sentí que algo dentro de mí se acomodaba al fin.

Ahora escribo esto en mi diario, 12 de mayo, mientras escucho su respiración tranquila desde la cama del hospital. Pienso en todas las familias rotas por palabras no dichas o heridas viejas que nunca sanan.

¿Vale la pena guardar rencor cuando la vida puede cambiar en un instante? ¿Cuántos padres e hijos se pierden por orgullo en nuestras calles latinoamericanas?

¿Y tú? ¿Has dicho todo lo importante antes de que sea demasiado tarde?