Entre las paredes de mi casa: Cuando la suegra nunca se va

—¿Otra vez vas a dejar los trastes sucios, Mariana? —La voz de Doña Rosa retumba en la cocina, cortando el silencio de la mañana.

Me detengo en seco, con la taza de café temblando en mi mano. Mi esposo, Andrés, ni siquiera levanta la vista del celular. Llevo seis meses escuchando esa voz, seis meses sintiendo que mi propio hogar ya no me pertenece.

Todo empezó una tarde lluviosa de noviembre. Andrés llegó corriendo, empapado y con el rostro tenso.

—Mi mamá se cayó en la calle, Mariana. Se rompió la rodilla. La van a operar mañana. No puede quedarse sola —me dijo, con esa urgencia que no deja espacio para el debate.

Por supuesto que acepté. ¿Cómo no iba a hacerlo? Doña Rosa siempre fue amable conmigo, aunque un poco entrometida. Pensé que serían unas semanas, tal vez un mes. Pero ya vamos para medio año y cada día siento que me ahogo un poco más.

Al principio, todo era compasión y paciencia. Me levantaba temprano para ayudarla a bañarse, le preparaba caldos y le cambiaba las vendas. Andrés ayudaba cuando podía, pero su trabajo en la constructora lo tenía fuera casi todo el día. Su hermana, Paola, ni se asomó: acababa de tener un bebé y vivía al otro lado de la ciudad.

—Tú eres la mujer de la casa, Mariana —me decía Doña Rosa—. Nadie cuida mejor a un enfermo que una buena esposa.

Yo apretaba los dientes y sonreía. Pero cuando se recuperó físicamente y ya podía caminar sin ayuda, no se fue. Al contrario: empezó a adueñarse del espacio. Cambió las cortinas del baño porque “esas no combinan con nada”, reorganizó mi alacena y hasta criticó mi forma de doblar la ropa.

—En mi casa siempre se hacía así —decía con voz de mando.

Andrés parecía encantado. Por primera vez en años tenía comida caliente todos los días y su ropa perfectamente planchada. Yo, en cambio, sentía que me convertía en una extraña en mi propio hogar.

Una noche, después de una discusión por el control remoto (Doña Rosa quería ver su novela y yo necesitaba terminar un informe para el trabajo), exploté.

—¡No puedo más! —le grité a Andrés cuando por fin estuvimos solos en el cuarto—. ¡Tu mamá no tiene intención de irse! ¡Esto ya no es vida!

Él me miró como si yo fuera una niña caprichosa.

—Es mi mamá, Mariana. ¿Qué quieres que haga? ¿Echarla a la calle? Además, tú sabes que Paola no puede recibirla ahora con el bebé…

—¡Pero esto no puede seguir así! —le respondí entre lágrimas—. Siento que me están sacando de mi propia casa.

Andrés suspiró y me abrazó sin convicción. Esa noche dormimos espalda con espalda.

Los días siguientes fueron peores. Doña Rosa empezó a notar mi incomodidad y lejos de suavizarse, se volvió más crítica.

—¿Ya viste cómo tienes el baño? Antes yo lo limpiaba diario…
—¿No crees que deberías cocinar algo más sano? Andrés ha subido de peso…

Me sentía juzgada a cada paso. Mis amigas del trabajo me decían que pusiera límites, pero ¿cómo hacerlo sin parecer una mala esposa o una nuera ingrata?

Un domingo, mientras preparábamos enchiladas para el almuerzo familiar, Paola vino con su esposo y el bebé. Fue la primera vez que vi a Doña Rosa sonreír de verdad desde que llegó.

—Ay, mi niña hermosa —le decía a Paola mientras le acariciaba el cabello—. Qué bueno que tienes a tu marido para ayudarte…

Paola me miró con complicidad y luego me tomó del brazo en la cocina.

—¿Cómo aguantas? —me susurró—. Mi mamá es buena gente, pero vivir con ella…

Sentí un nudo en la garganta.

—No sé cuánto más pueda —le confesé.

Paola suspiró.

—Habla con Andrés otra vez. O mejor aún, háblalo entre todos. Si no pones límites ahora, nunca lo harás.

Esa noche reuní el valor para hablarlo en familia. Nos sentamos los cuatro en la sala: Andrés, Paola, Doña Rosa y yo.

—Doña Rosa —empecé con voz temblorosa—, sé que ha sido difícil para todos estos meses. Pero creo que ya está lo suficientemente bien como para volver a su casa o buscar otra opción…

Ella me miró como si le hubiera dado una bofetada.

—¿Me estás corriendo? —preguntó con voz herida.

Andrés intervino rápido:

—Mamá, Mariana tiene razón. Ya estás mejor y Paola también podría ayudarte algunos días…

Paola asintió, aunque su esposo puso cara de pocos amigos.

Doña Rosa rompió a llorar. Dijo que nadie la quería, que solo era una carga y que mejor se iría sola al pueblo con su hermana mayor en Hidalgo.

Me sentí culpable, pero también aliviada. Después de muchas lágrimas y promesas de visitarla cada fin de semana, Doña Rosa aceptó irse con Paola por un tiempo y luego decidir qué hacer.

Cuando finalmente se fue, sentí un peso menos sobre mis hombros. Pero también quedó un vacío extraño: culpa mezclada con alivio y miedo a que Andrés nunca me perdonara del todo.

Hoy han pasado dos semanas desde su partida. La casa está más tranquila, pero mi relación con Andrés sigue tensa. A veces me pregunto si hice lo correcto o si debí aguantar más tiempo por el bien de la familia.

¿Hasta dónde debe llegar uno por amor? ¿Dónde termina el deber y empieza el derecho a tener paz en tu propio hogar?