Entre Muros y Recuerdos: El Diario de Mariana

—¿De verdad vas a dejar todo esto atrás, Mariana? —La voz de mi hermano Julián retumbó en la cocina vacía, donde el eco parecía devolverme la pregunta una y otra vez.

Me quedé mirando la ventana, donde el sol de septiembre caía sobre los maizales ya cosechados. El aire olía a tierra mojada y a despedida. Acaricié mi vientre, aún plano pero lleno de promesas. Mi padre había muerto hacía apenas tres meses, y la casa —esa casa donde aprendí a caminar, a reír, a llorar— ahora era solo un cascarón lleno de recuerdos y polvo.

—No tengo opción, Julián. Necesitamos el dinero para el departamento en la ciudad. El bebé viene en camino —respondí, intentando sonar firme, aunque por dentro sentía que se me partía el alma.

Mi esposo, Andrés, estaba afuera hablando con un posible comprador. Desde la ventana lo veía gesticular, nervioso, como si estuviera vendiendo algo más que ladrillos y madera. Y en cierto modo, así era.

El pueblo ya no era el mismo. En un año, los viejos cercos de alambre fueron reemplazados por muros altos y portones eléctricos. Donde antes jugábamos entre ruinas y árboles frutales, ahora se alzaban casas modernas con techos rojos y jardines perfectos. Los vecinos de toda la vida se habían ido; en su lugar vivían familias que no saludaban ni sabían quién fue mi padre.

—¿Y mamá? ¿Ya hablaste con ella? —insistió Julián, cruzando los brazos.

—No quiere saber nada. Dice que si vendemos la casa, es como si enterráramos a papá otra vez.

Mi madre llevaba semanas encerrada en su cuarto, negándose a comer con nosotros o a salir al patio. La escuchaba llorar por las noches, llamando a mi padre como si aún pudiera oírla. Yo también lloraba, pero en silencio, porque ahora debía ser fuerte.

Esa tarde, mientras firmábamos los papeles con el notario —un viejo amigo de la familia que apenas podía mirarme a los ojos— sentí que algo dentro de mí se rompía. Andrés me apretó la mano bajo la mesa.

—Es lo mejor para nosotros —susurró.

Pero ¿y si no lo era? ¿Y si estaba traicionando todo lo que fui?

Esa noche, mientras empacaba mis cosas, encontré el diario de mi infancia escondido entre las sábanas viejas. Lo abrí y leí una página al azar:

«Hoy fui al río con papá. Me enseñó a pescar y me dijo que este lugar siempre sería mi hogar.»

Las lágrimas me nublaron la vista. ¿Cómo podía dejar atrás ese hogar?

Al día siguiente, Julián llegó temprano con su esposa y sus hijos. Los niños corrían por el patio como lo hacíamos nosotros antes. Mi madre salió finalmente de su cuarto y se sentó bajo el limonero.

—¿Por qué tienen que vender? —preguntó mi sobrino Emiliano, mirándome con ojos grandes.

—Porque a veces crecer significa tomar decisiones difíciles —le respondí, aunque no estaba segura de creerlo yo misma.

La discusión familiar no tardó en estallar. Julián decía que debíamos quedarnos y arreglar la casa entre todos; Andrés insistía en que el futuro estaba en la ciudad; mi madre solo lloraba y repetía que estábamos destruyendo todo por lo que papá trabajó.

—¡Ustedes solo piensan en el dinero! —gritó Julián.

—¡Y tú no entiendes lo difícil que es criar un hijo sin un techo seguro! —le respondió Andrés.

Yo me tapé los oídos. El bebé pateó fuerte dentro de mí, como si también protestara.

Esa noche soñé con mi padre. Estaba sentado en el porche, fumando su cigarro y mirando el atardecer.

—No te preocupes, hija —me dijo en el sueño—. Las raíces no se arrancan tan fácil.

Me desperté llorando. Salí al patio descalza y sentí el rocío en los pies. Miré las estrellas y le hablé al viento:

—¿De verdad estoy haciendo lo correcto?

El día de la mudanza fue un caos. Los nuevos dueños llegaron temprano, ansiosos por empezar su nueva vida. Mi madre se negó a salir hasta el último minuto; Julián se despidió sin mirarme a los ojos.

En el camión de mudanza, mientras nos alejábamos del pueblo, vi por última vez el limonero florecido y la silueta de mi madre en la puerta. Sentí una punzada de culpa tan grande que casi le pido al chofer que dé la vuelta.

La ciudad nos recibió con ruido, smog y promesas de oportunidades. El departamento era pequeño pero luminoso; desde la ventana se veía una avenida llena de autos y gente apurada.

Andrés consiguió trabajo rápido; yo pasaba los días entre consultas médicas y recuerdos del campo. Extrañaba el olor a tierra mojada, las noches estrelladas, el silencio profundo del pueblo.

Un día recibí una llamada de Julián:

—Mamá está enferma. No quiere comer ni salir de la cama. Dice que sin la casa ya nada tiene sentido.

Sentí que me ahogaba. Quise volver corriendo, pero ya era tarde: la casa tenía nuevos dueños, nuevas risas, nuevos sueños.

El bebé nació en diciembre, en medio del bullicio navideño de la ciudad. Era una niña: le pusimos Lucía, como mi abuela materna. Cuando la tuve en brazos por primera vez, sentí una mezcla de alegría y tristeza imposible de describir.

A veces le cuento historias del campo mientras duerme: del limonero, del río donde aprendí a pescar, del abuelo que nunca conocerá. Me pregunto si algún día podré llevarla allí y mostrarle dónde empezó todo.

Hoy escribo estas líneas desde nuestro pequeño departamento, viendo cómo Lucía juega con una muñeca vieja que traje del pueblo. Pienso en mi madre sola en casa de Julián; pienso en Andrés trabajando hasta tarde para pagar las cuentas; pienso en mí misma dividida entre dos mundos que parecen irreconciliables.

¿Vale la pena dejar atrás lo que somos por lo que podríamos llegar a ser? ¿Cuántos sacrificios más exige este país para darnos una vida digna?

¿Ustedes qué harían? ¿Se quedarían luchando por sus raíces o buscarían un nuevo comienzo lejos de todo lo conocido?