Entre ollas y silencios: la batalla invisible de una nuera

—¿Otra vez vas a guardar los frascos llenos de papas, mamá? —preguntó Andrés, mi esposo, mientras yo intentaba no mirar la montaña de papas peladas sobre la mesa.

—Claro, hijo. No quiero que pases hambre —respondió doña Carmen, su madre, sin mirarme siquiera. Su voz era firme, casi cortante, como el cuchillo con el que pelaba las papas. Yo, parada en la puerta de la cocina, sentía el peso de su mirada aunque no me mirara directamente. Sabía que ese comentario era para mí.

No era la primera vez que escuchaba algo así. Desde que me casé con Andrés y nos mudamos a la casa de su madre en un barrio popular de Guadalajara, mi vida se convirtió en una especie de prueba constante. Todo lo que hacía parecía estar mal: si cocinaba arroz, estaba muy aguado; si hacía frijoles, estaban duros; si preparaba café, le faltaba sabor. Y ni hablar del pozole: “Eso no es pozole, es agua con maíz”, me dijo una vez doña Carmen delante de toda la familia.

La primera vez que lloré fue en silencio, en el baño. Me pregunté si realmente era tan inútil como ella decía. Pero después de secarme las lágrimas, salí con la frente en alto y seguí intentando. Andrés me decía que no le hiciera caso, que su mamá era así con todos. Pero yo veía cómo le servía el plato más grande a él y a mí apenas me ponía un poco de sopa.

Un día, mientras lavaba los trastes, escuché a doña Carmen hablando por teléfono con su hermana:

—Pobrecito mi hijo, ni un té decente le sabe hacer esa muchacha. Si no fuera por mí, se muere de hambre.

Sentí una mezcla de rabia y tristeza. ¿Por qué no podía verme como parte de la familia? ¿Por qué todo lo que hacía estaba mal? Empecé a evitar la cocina cuando ella estaba ahí. Me refugiaba en el cuarto, fingiendo que tenía trabajo pendiente en la computadora. Pero siempre encontraba una excusa para llamarme:

—Mariana, ven a ver cómo se hace un guiso de verdad. Así tal vez aprendes algo.

A veces Andrés intentaba defenderme:

—Mamá, Mariana cocina muy rico. A mí me gusta cómo hace las cosas.

Pero ella solo resoplaba y seguía pelando papas o picando cebolla como si nada.

La situación empeoró cuando quedé embarazada. Todos esperaban que fuera niña, pero nació Emiliano. Doña Carmen apenas lo cargó y dijo:

—Ojalá al menos sepa comer bien.

Las visitas familiares eran un suplicio. Mi cuñada Laura, que vivía en otra ciudad, venía cada tanto y siempre traía pasteles o comida comprada. Doña Carmen la recibía con abrazos y halagos:

—¡Ay, Laurita! Qué bueno que viniste. Tú sí sabes consentir a tu madre.

A mí solo me miraba de reojo y preguntaba:

—¿Ya aprendiste a hacer mole? Porque el de la boda estaba muy feo.

Intenté ganármela muchas veces. Le llevé flores para el Día de las Madres; le preparé su postre favorito; incluso la acompañé al mercado aunque odiaba madrugar. Pero nada parecía suficiente. Un día le pregunté directamente:

—¿Por qué no le gusta nada de lo que hago?

Me miró por fin a los ojos y dijo:

—Porque tú no eres como yo quería para mi hijo.

Sentí un nudo en la garganta. No sabía qué responderle. Solo atiné a decir:

—Pero yo lo amo.

Ella se encogió de hombros y siguió pelando papas.

Con el tiempo, aprendí a sobrevivir entre sus críticas y sus silencios. Emiliano creció y empezó a notar la tensión en casa. Un día me preguntó:

—¿Por qué abuela siempre está enojada contigo?

No supe qué decirle. Solo lo abracé fuerte y le dije:

—A veces las personas tienen miedo de perder a quienes aman.

Andrés empezó a trabajar más horas para evitar los conflictos en casa. Yo me sentía cada vez más sola. Mis amigas me decían que me fuera, que buscara un lugar propio, pero no teníamos dinero suficiente para mudarnos. Además, Andrés insistía en que su mamá nos necesitaba.

Una noche, después de una discusión fuerte porque olvidé ponerle sal al arroz, me encerré en el cuarto y lloré hasta quedarme dormida. Soñé con mi mamá, que había muerto cuando yo era niña. En el sueño ella me decía:

—No tienes que demostrarle nada a nadie, hija.

Al día siguiente desperté con una decisión: iba a dejar de buscar su aprobación. Empecé a cocinar solo para mí y para Emiliano. Hacía platillos sencillos pero llenos de amor: quesadillas, sopas rápidas, arroz con leche. Emiliano siempre me decía:

—¡Está delicioso, mamá!

Poco a poco dejé de sentirme tan pequeña ante doña Carmen. Ya no me dolían tanto sus comentarios. Un día incluso me atreví a decirle:

—Si quiere guardar papas para Andrés, está bien. Pero yo prefiero cocinar fresco cada día.

Me miró sorprendida pero no dijo nada.

Con el tiempo, Andrés también notó el cambio en mí. Una tarde llegó del trabajo y me abrazó fuerte:

—Gracias por aguantar tanto tiempo aquí —me susurró al oído—. Eres más fuerte de lo que crees.

No sé si algún día doña Carmen me aceptará como parte de su familia. Tal vez nunca lo haga. Pero aprendí a quererme un poco más y a entender que mi valor no depende de cuántas papas pele o cuán perfecto sea mi arroz.

A veces me pregunto: ¿cuántas mujeres viven historias como la mía? ¿Cuántas nueras callan sus lágrimas mientras pelan papas ajenas? ¿Hasta cuándo vamos a seguir repitiendo estos patrones?

¿Ustedes qué harían en mi lugar? ¿Buscarían seguir luchando por ser aceptadas o preferirían empezar de nuevo lejos del peso de las tradiciones?