Entre pañales y reproches: El precio de la familia
—¿Otra vez aquí, doña Marta?— susurré, apretando a mi hija contra el pecho mientras escuchaba el portón rechinar. No eran ni las nueve de la mañana y ya sentía el sudor frío recorrerme la espalda. Mi esposo, Daniel, aún dormía después de su turno nocturno en la fábrica, y yo apenas había logrado cerrar los ojos tras una noche de llanto y cólicos.
La voz de mi suegra retumbó en el patio: —¡Luisa! ¿Ya le diste el pecho a la niña? ¿No crees que deberías bañarla primero?—
Sentí cómo se me revolvía el estómago. Desde que nació Camila, hace apenas tres semanas, doña Marta se había instalado en nuestra casa como si fuera la dueña. Llegaba sin avisar, se metía en la cocina, criticaba cómo lavaba los biberones o cómo acomodaba la ropa de la bebé. Hasta el olor del café le parecía mal hecho.
—Buenos días, suegra— dije forzando una sonrisa mientras abría la puerta. Ella entró como un vendaval, con su bolso enorme y su mirada inquisitiva.
—¿Y Daniel? ¿Todavía duerme?— preguntó con ese tono que mezclaba juicio y lástima.
—Sí, tuvo turno doble anoche— respondí bajito, esperando que no lo despertara.
—Ay, hija, pero así no se puede. Tienes que aprender a organizarte. En mis tiempos, yo sola crié a mis cinco hijos y nunca me quejé— soltó mientras se dirigía directo a la cuna.
Apreté los dientes. No era la primera vez que me lo decía. Cada palabra suya era una aguja en mi piel cansada. Yo quería gritarle que no era igual, que no tenía a mi mamá cerca porque vivía en otro estado, que Daniel apenas podía ayudarme porque el trabajo lo consumía y que yo… yo estaba sola.
Esa mañana, mientras doña Marta revisaba los pañales y murmuraba sobre el color de las heces de Camila, sentí que algo dentro de mí se rompía. Me encerré en el baño con la excusa de ducharme y lloré en silencio. No quería que mi hija me viera así. No quería que Daniel pensara que no podía con esto.
Pero las visitas no paraban. Si no era en persona, era por teléfono. Llamaba a cualquier hora: —Luisa, ¿ya le diste agua a la niña?— o —No la cargues tanto, se va a malacostumbrar—. Yo intentaba ser amable, pero cada vez me costaba más.
Una tarde, mientras trataba de dormir a Camila, Daniel llegó temprano del trabajo. Lo vi cansado, pero también distante.
—¿Por qué no le dices algo a tu mamá?— le pregunté casi en un susurro.
Él suspiró largo.—Es que ella solo quiere ayudar… además, tú sabes cómo es.—
Sentí rabia. ¿Por qué tenía que aguantarlo todo solo porque «así es ella»? ¿Acaso nadie veía lo difícil que era para mí?
Esa noche discutimos. Daniel me dijo que exageraba, que muchas mujeres darían lo que fuera por tener ayuda. Yo le grité que no era ayuda si me hacía sentir inútil. Que necesitaba espacio para aprender a ser madre a mi manera.
Los días siguientes fueron una mezcla de silencios incómodos y miradas esquivas. Doña Marta seguía viniendo, pero ahora notaba mi frialdad. Un día llegó con un paquete de pañales y me dijo:
—Luisa, yo sé que no soy tu mamá, pero solo quiero lo mejor para mi nieta.—
Me quedé callada. Quise decirle tantas cosas: que agradecía su preocupación pero necesitaba respirar; que cada consejo suyo era una sombra sobre mis inseguridades; que extrañaba a mi propia madre y sentía miedo de fallar.
Esa noche llamé a mi mamá llorando. Ella escuchó en silencio y luego me dijo:
—Hija, nadie nace sabiendo ser madre ni nuera. Pero tienes derecho a poner límites. Si no lo haces tú, nadie lo hará por ti.—
Al día siguiente, cuando doña Marta llegó sin avisar otra vez, respiré hondo y le hablé con voz temblorosa pero firme:
—Suegra, sé que quiere ayudarme y se lo agradezco… pero necesito un poco de espacio para aprender con Camila. Me siento abrumada con tantas visitas y llamadas.—
Ella me miró sorprendida. Por un momento pensé que iba a gritarme o marcharse ofendida. Pero solo suspiró y asintió despacio:
—Está bien, Luisa. No fue mi intención molestarte.—
No fue fácil después de eso. Hubo días en que sentí culpa por haberle hablado así; otros en los que Daniel me miraba con reproche silencioso. Pero poco a poco las cosas cambiaron: doña Marta empezó a llamar antes de venir y yo aprendí a pedir ayuda cuando realmente la necesitaba.
Hoy Camila tiene seis meses y duerme tranquila en su cuna mientras escribo esto. A veces pienso en todo lo que pasó y me pregunto: ¿cuántas mujeres callan por miedo a romper la familia? ¿Cuántas veces confundimos amor con control?
¿Será posible construir una familia sin perderse una misma en el intento?