Entre Sangre y Corazón: La Historia de una Abuela Dividida

—¿Por qué no viniste el domingo, Sebastián? —le pregunté al teléfono, con la voz temblorosa y el corazón apretado.

Del otro lado, mi hijo guardó silencio. Sentí que el aire se volvía más denso en la pequeña sala de mi casa en Puebla, donde las fotos familiares parecían mirarme con reproche.

—Mamá, ya te expliqué… Mariana tenía que trabajar y Valeria tenía fiebre. No podíamos dejarla sola —respondió finalmente, con ese tono cansado que últimamente usaba conmigo.

Valeria. Siempre Valeria. Esa niña de ojos grandes que no lleva mi sangre, pero que ahora ocupa el lugar de nieta en mi vida, aunque yo nunca la pedí. Desde que Sebastián se casó con Mariana, todo cambió. Antes, mi hijo venía cada semana, me ayudaba con las compras, arreglaba la gotera del baño y se quedaba a ver novelas conmigo. Ahora, apenas lo veo. Y cuando viene, siempre trae a Mariana y a Valeria, como si temiera dejarme a solas con mi propio nieto, Emiliano.

No puedo evitarlo: siento celos. Celos de esa niña que no es mía, celos de Mariana que parece haberle robado el corazón a mi hijo. ¿En qué momento Sebastián dejó de ser solo mío?

Recuerdo la primera vez que me presentó a Mariana. Era una tarde lluviosa y yo había preparado mole poblano para celebrar su cumpleaños. Cuando entraron por la puerta, Mariana traía a Valeria de la mano. La niña tenía apenas cinco años y me miró con desconfianza. Yo le sonreí, pero por dentro sentí un nudo en el estómago. No estaba lista para compartir a mi hijo ni para aceptar a una familia que no era la mía.

—Mamá, quiero que conozcas a Mariana… y a Valeria —dijo Sebastián, con esa sonrisa nerviosa que ponía cuando temía mi reacción.

—Mucho gusto, señora —dijo Mariana, extendiéndome la mano.

Yo asentí, pero no pude evitar mirar a Valeria como si fuera una intrusa en mi casa.

Con el tiempo, intenté acostumbrarme. Pero cuando nació Emiliano, mi primer nieto de sangre, pensé que todo volvería a su cauce. Imaginé tardes enteras cuidando al bebé mientras Sebastián trabajaba; soñé con enseñarle canciones de cuna y contarle historias de nuestra familia. Pero nada fue como esperaba. Mariana insistió en que Valeria también debía estar presente en todo: en las fotos familiares, en los cumpleaños, hasta en los regalos de Navidad.

—Emiliano y Valeria son hermanos —me decía Sebastián—. No quiero que los trates diferente.

Pero yo sí los veía diferentes. Emiliano era mi sangre; Valeria era la hija de otro hombre. ¿Cómo podía quererla igual?

Las cosas empeoraron cuando un día, sin avisar, Mariana me llamó por teléfono.

—Señora Rosa, ¿podría cuidar a los niños esta tarde? Tengo un turno extra en el hospital y Sebastián está en la obra.

Me quedé helada. ¿Cuidar a Valeria? ¿Yo sola?

—Claro… —respondí dudosa.

Esa tarde fue un desastre. Emiliano lloraba sin parar y Valeria se encerró en el cuarto de Sebastián, negándose a salir. Cuando por fin logré que comiera algo, me miró fijamente y preguntó:

—¿Por qué no me quiere como a Emiliano?

Sentí un golpe en el pecho. No supe qué decirle. ¿Cómo explicarle a una niña lo que ni yo misma entendía?

Desde entonces, la distancia entre Sebastián y yo creció como una grieta imposible de cerrar. Él dejó de llamarme todos los días; las visitas se hicieron más esporádicas. A veces pasaban semanas sin saber nada de él ni de Emiliano.

Una tarde de domingo, mientras barría el patio, escuché la voz de mi vecina Lupita al otro lado de la barda:

—¿Y tus nietos? Ya casi no los veo por aquí…

Sentí vergüenza. ¿Qué iba a decirle? Que mi hijo había formado otra familia y yo no sabía cómo encajar en ella?

Esa noche lloré sola en mi cuarto. Me pregunté si estaba perdiendo a Sebastián por culpa de mi orgullo o si era justo exigirle que eligiera entre su madre y su nueva familia.

Un día, decidí enfrentar a Mariana.

—Mariana —le dije cuando vino por los niños—, yo… no sé cómo hacer esto. No sé cómo querer a Valeria como si fuera mía.

Ella me miró con tristeza.

—No le pido que la quiera igual, señora Rosa. Solo le pido que no la haga sentir menos.

Sus palabras me dolieron más que cualquier reproche. Recordé mi propia infancia en Veracruz, cuando mi madrastra me trataba como si fuera invisible. ¿Estaba repitiendo la historia?

Esa noche llamé a Sebastián.

—Hijo… perdóname si te he hecho sentir que no acepto a tu familia. Solo tengo miedo de perderte.

Él guardó silencio unos segundos antes de responder:

—Mamá, nunca te voy a dejar. Pero necesito que entiendas que ahora tengo dos hijos y los amo igual.

Colgué el teléfono con lágrimas en los ojos. Por primera vez entendí que el amor no se divide; se multiplica. Pero también supe que debía luchar contra mis propios prejuicios si quería recuperar a mi hijo y conocer realmente a mis nietos.

Hoy sigo aprendiendo. A veces me equivoco; otras veces logro acercarme un poco más a Valeria. El otro día le enseñé a hacer tortillas y me abrazó al final del día. Sentí algo cálido en el pecho; tal vez era amor naciendo donde antes solo había miedo.

Me pregunto: ¿cuántas familias en nuestro país viven divididas por prejuicios como los míos? ¿Cuántas abuelas se atreven a dar el primer paso para sanar? ¿Ustedes qué harían en mi lugar?