Entre Sombras y Espejismos: La Historia de Roman

—¿Por qué no puedes ser como los demás, Roman? —me gritó mi madre aquella noche, mientras la lluvia golpeaba el techo de zinc y el eco de su voz se mezclaba con los truenos. Yo tenía diecisiete años y acababa de llegar a casa con la camisa empapada y el corazón hecho trizas. Había discutido con Lucía, la única persona que me miraba como si yo valiera más que mis errores, y todo por culpa de mi obsesión con encajar en un mundo que no era el mío.

Nací en Medellín, en un barrio donde la vida se mide en sacrificios y los sueños suelen quedarse atrapados entre las paredes desconchadas de las casas. Mi papá, Don Ernesto, era taxista; mi mamá, Doña Gloria, vendía arepas en la esquina. Nunca nos faltó comida, pero tampoco sobró nada. Desde niño supe que para salir adelante tenía que esforzarme el doble, pero también aprendí que la apariencia lo era todo: la ropa limpia, los zapatos relucientes, la sonrisa aunque por dentro te estés muriendo.

Lucía era distinta. Tenía una risa contagiosa y unos ojos que parecían ver más allá de las fachadas. Nos conocimos en la secundaria, cuando yo aún creía que el amor era suficiente para cambiarlo todo. Ella me enseñó a soñar sin miedo, a reírme de mis propios defectos. Pero yo… yo quería más. Quería ser admirado, respetado, temido incluso. Quería que al entrar a la discoteca del barrio todos se giraran a mirarme, que los chicos me invitaran a sus fiestas y las chicas susurraran mi nombre.

Fue entonces cuando conocí a Camila. Ella era todo lo que yo aspiraba: hija de un comerciante próspero, siempre vestida a la moda, rodeada de amigos influyentes. Me deslumbró su mundo de lujos y promesas. Empecé a alejarme de Lucía sin darme cuenta; primero fueron las excusas tontas, luego las mentiras piadosas. «No puedo verte hoy, tengo que ayudarle a mi mamá», le decía, cuando en realidad estaba en una fiesta con Camila y su grupo.

Mi mamá lo notó enseguida. «Roman, no te olvides de dónde vienes», me decía cada vez que me veía salir con ropa prestada o hablando con acento forzado. Pero yo no escuchaba. Me sentía invencible, como si nada pudiera tocarme mientras estuviera cerca de Camila.

Un día, Lucía me esperó afuera del colegio. Tenía los ojos rojos y las manos temblorosas.
—¿Por qué ya no eres el mismo conmigo? —me preguntó con voz quebrada.
No supe qué decirle. Me limité a bajar la mirada y murmurar algo sobre estar ocupado. Ella se fue sin mirar atrás y yo sentí un vacío en el pecho que intenté llenar con más fiestas, más risas falsas, más promesas rotas.

Pasaron los meses y mi vida se convirtió en una farsa. Empecé a endeudarme para mantener el ritmo: compré un celular caro a crédito, gasté lo poco que tenía en ropa y salidas. Camila nunca supo de mis problemas; para ella yo era solo otro chico divertido con quien pasar el rato. Cuando finalmente se cansó de mí, ni siquiera se molestó en decírmelo en persona: me bloqueó de todas partes y desapareció.

Fue entonces cuando todo se vino abajo. Las cuentas se acumularon, mi mamá tuvo que vender su puesto de arepas para ayudarme a pagar una deuda que yo mismo había creado. Mi papá dejó de hablarme durante semanas; su decepción era peor que cualquier castigo físico.

Una tarde, mientras caminaba por el barrio con la cabeza gacha, vi a Lucía sentada en la plaza leyendo un libro. Dudé en acercarme, pero al final reuní valor.
—Lucía…
Ella levantó la vista y me miró con una mezcla de tristeza y compasión.
—¿Qué quieres, Roman?
—Solo… quería pedirte perdón. Fui un idiota.
Ella suspiró y cerró el libro.
—No necesitas pedirme perdón a mí. Perdónate tú mismo primero.

Esa noche no pude dormir. Las palabras de Lucía resonaban en mi cabeza como una condena. Me di cuenta de que había cambiado el amor verdadero por una ilusión vacía; había traicionado no solo a Lucía, sino también a mi familia y a mí mismo.

Los días siguientes fueron un infierno. Intenté buscar trabajo para ayudar en casa, pero nadie quería contratar a un chico sin experiencia ni referencias. Mis amigos «influyentes» desaparecieron tan rápido como habían llegado. Solo quedaban mis padres y su amor incondicional, aunque ahora estuviera manchado por la decepción.

Una tarde encontré a mi papá sentado en la sala, mirando una foto vieja de cuando yo era niño.
—¿Sabes qué es lo peor de todo esto? —me dijo sin apartar la vista de la foto— Que te perdiste a ti mismo por querer ser alguien que no eres.
No supe qué responderle. Solo pude sentarme a su lado y llorar en silencio.

Con el tiempo fui reconstruyendo mi vida poco a poco. Ayudé a mi mamá a montar un nuevo puesto de arepas; aprendí a valorar las pequeñas cosas: una comida caliente al final del día, una conversación sincera con mi papá, una sonrisa tímida de Lucía cuando nos cruzábamos por el barrio.

Nunca volví a ser el chico popular ni tuve lujos ni fiestas interminables. Pero aprendí algo mucho más valioso: la autenticidad no se compra ni se finge; se construye con cada decisión honesta que tomamos.

A veces me pregunto si algún día podré recuperar todo lo que perdí por perseguir espejismos. ¿Cuántos más como yo cambiarán lo real por lo aparente antes de darse cuenta del precio? ¿Ustedes también han sentido ese vacío después de traicionarse a sí mismos?