Entre Sombras y Esperanza: El Miedo que Me Robó la Paz

—¡Mamá, por favor, ábreme!— gritó Lucía, golpeando la puerta con desesperación mientras la lluvia caía a cántaros sobre el techo de lámina. Corrí descalza por el pasillo, con el corazón en la garganta. Al abrir la puerta, la vi: empapada, temblando, con los ojos hinchados de tanto llorar y un moretón oscuro en la mejilla.

—¿Qué te pasó, hija? ¿Dónde está Álvaro?— pregunté, aunque en el fondo ya lo sabía. Lucía se desplomó en mis brazos y sollozó como cuando era niña y tenía miedo a la oscuridad.

—Me amenazó, mamá… Dijo que si me iba, me iba a buscar. Que si hablaba, nadie me iba a creer— murmuró entre sollozos. Sentí una rabia sorda mezclada con un miedo paralizante. ¿Cómo podía ser que mi niña, mi Lucía, estuviera viviendo ese infierno?

La llevé al cuarto y le preparé un té de manzanilla. Mientras ella intentaba calmarse, yo no podía dejar de pensar en todo lo que había ignorado: las llamadas cortas, las visitas cada vez más espaciadas, los silencios incómodos cuando le preguntaba por Álvaro. ¿Cómo no lo vi antes?

Esa noche no dormí. Me senté junto a su cama, rezando el rosario una y otra vez, pidiéndole a la Virgen que protegiera a mi hija. Cada trueno me hacía saltar; cada sombra en la ventana me parecía la silueta de Álvaro viniendo a reclamar lo que creía suyo.

A la mañana siguiente, Lucía apenas podía mirarme a los ojos. —No quiero que te metas, mamá. Si él se entera que estoy aquí…—

—No estás sola, hija. No voy a dejar que te haga daño otra vez— le respondí con firmeza, aunque por dentro temblaba de miedo.

Vivimos en un barrio humilde de Guadalajara. Aquí todos se conocen y los chismes vuelan más rápido que el viento. Sabía que si alguien veía a Lucía en casa, pronto Álvaro lo sabría también. Pero no podía dejarla sola.

Los días siguientes fueron una mezcla de tensión y esperanza. Lucía apenas salía del cuarto; yo salía solo lo necesario para comprar comida y medicinas para mi presión alta. Cada vez que sonaba el teléfono o alguien tocaba la puerta, sentía que el corazón se me salía del pecho.

Una tarde, mientras lavaba los trastes, escuché voces afuera. Me asomé por la ventana y vi a Doña Rosa, la vecina chismosa, hablando con un hombre alto de camisa azul. Mi sangre se heló cuando reconocí a Álvaro.

—¡Lucía! ¡Métete al baño y no salgas hasta que yo te diga!— le susurré apurada. Ella obedeció sin preguntar.

Álvaro golpeó la puerta con fuerza. —¡Señora Teresa! ¡Sé que está ahí! ¡Quiero hablar con mi esposa!—

Me armé de valor y abrí apenas una rendija.

—Aquí no está tu esposa, Álvaro. Vete antes de que llame a la policía— le dije con voz firme aunque las piernas me temblaban.

Él me miró con odio. —Usted no sabe con quién se está metiendo…

Cerré la puerta de golpe y puse el seguro. Me apoyé contra la madera, respirando hondo para no desmayarme. Sentí cómo el miedo me apretaba el pecho, pero también una fuerza nueva: la de una madre dispuesta a todo por su hija.

Esa noche recé más fuerte que nunca. —Dios mío, no permitas que le pase nada malo a Lucía… Dame fuerzas para protegerla— susurré entre lágrimas.

Al día siguiente fuimos al Ministerio Público. Lucía temblaba mientras contaba su historia; yo le apretaba la mano para darle valor. La licenciada Morales nos miró con compasión pero también con cansancio: había escuchado demasiadas historias como la nuestra.

—Vamos a solicitar una orden de restricción— nos dijo— pero deben tener cuidado. Estos hombres suelen ponerse más violentos cuando sienten que pierden el control.

Salimos de ahí con miedo pero también con una chispa de esperanza. Por primera vez en meses, Lucía sonrió un poco cuando llegamos a casa.

Pero el infierno no terminó ahí. Álvaro comenzó a mandar mensajes amenazantes desde números desconocidos; una noche encontramos las llantas del coche ponchadas. Yo apenas comía ni dormía; Lucía tenía pesadillas todas las noches.

Un día recibí una llamada de mi hermana Graciela desde Monterrey: —Tere, vente para acá con Lucía unos meses. Aquí nadie las va a buscar.

No lo dudé más. Empaqué lo poco que teníamos y esa misma noche tomamos el camión rumbo al norte. Durante el viaje, Lucía apoyó su cabeza en mi hombro y lloró en silencio. Yo también lloré, pero esta vez de alivio: por fin estábamos lejos del monstruo que nos robó la paz.

En Monterrey empezamos de cero. Conseguí trabajo limpiando casas; Lucía encontró apoyo psicológico en un centro comunitario. Poco a poco fue recuperando su sonrisa y sus ganas de vivir.

Hoy escribo esto desde un pequeño departamento lleno de luz y plantas. Lucía estudia enfermería y sueña con ayudar a otras mujeres como ella. Yo sigo rezando todos los días, agradeciendo por una segunda oportunidad.

A veces me pregunto: ¿Cuántas madres más viven este miedo en silencio? ¿Cuántas hijas siguen atrapadas entre sombras? Si alguna vez sienten que no pueden más, recuerden: siempre hay esperanza y siempre hay alguien dispuesto a luchar por ustedes.