Entre Sombras y Redes: La Historia de Mariana

—¿Puedo pasar? Soy Mariana, la esposa de Julián.

Mi voz tembló mientras sostenía la manija de la puerta. Del otro lado, las risas y el bullicio de la casa me hicieron sentir aún más ajena. Era sábado por la tarde y la casa de los padres de Julián estaba llena de gente: amigos, primos, compañeros de la universidad. Todos celebraban el inminente partido de voleibol entre la Facultad de Medicina y la Politécnica, un evento que parecía más importante que cualquier otra cosa en el mundo. Excepto para mí.

La mamá de Julián, doña Teresa, abrió la puerta con una sonrisa forzada. —Claro, hija, pasa. Julián está en el patio con los muchachos. Ya sabes cómo se pone antes de los partidos.

Entré sintiendo el peso de todas las miradas. Nadie me conocía realmente. Había sido «la esposa de Julián» desde que nos casamos hace dos años, pero nunca «Mariana» a secas. Mientras cruzaba la sala, escuché a una tía susurrar: —¿Viste cómo vino vestida? Ni parece que le importe el partido.

No me importaba. O al menos eso creía. Mi vida giraba en torno a otras cosas: mi trabajo como enfermera en el hospital público, las cuentas que nunca alcanzaban, los sueños postergados de estudiar medicina como Julián. Pero él… él vivía para el voleibol y para las apariencias.

En el patio, Julián reía con sus amigos. Cuando me vio, su sonrisa se desvaneció apenas un segundo antes de recomponerse. —¡Mariana! Ven, siéntate con nosotros. ¿Ya saludaste a todos?

Asentí en silencio y me senté a su lado. Sentí su mano fría sobre la mía, como si quisiera tranquilizarme o tal vez tranquilizarse él mismo. —Hoy es importante para mí —susurró—. Si ganamos, me van a ofrecer ser capitán del equipo.

—¿Y eso qué significa para nosotros? —pregunté sin poder evitarlo.

Me miró sorprendido. —Significa que estoy avanzando, que pronto podré pedirle a mi papá que nos ayude con el departamento.

No respondí. Sabía lo que eso significaba: más dependencia, más control de su familia sobre nuestra vida. Desde que nos casamos, doña Teresa había opinado sobre todo: desde cómo debía vestirme hasta cómo debía cocinarle a Julián.

La tarde avanzó entre bromas y gritos. Yo apenas probé bocado del asado que prepararon. Mi mente estaba en otro lado: en mi madre enferma en el pueblo, en mi hermano menor que había dejado la escuela para trabajar en el campo, en los mensajes sin responder de mi jefe pidiéndome cubrir un turno extra esa noche.

Cuando llegó la hora del partido, todos salimos rumbo a la universidad. El gimnasio estaba repleto; las tribunas vibraban con cánticos y tambores. Me senté junto a Ola, una amiga de la infancia que estudiaba ingeniería y había venido a ver a su novio jugar por la Politécnica.

—¿Y tú qué tal? —me preguntó Ola—. ¿Sigues pensando en irte a México con tu tía?

Suspiré. —No sé… Julián no quiere ni oír hablar del tema. Dice que aquí tenemos todo lo que necesitamos.

Ola me miró con compasión. —¿Y tú qué quieres?

No supe qué responderle.

El partido comenzó y Julián jugó como nunca lo había visto antes: saltaba alto, gritaba instrucciones, celebraba cada punto como si fuera el último. Su familia lo animaba desde las gradas como si fuera un héroe nacional. Yo solo podía pensar en lo lejos que estábamos uno del otro, aunque estuviéramos sentados juntos en la misma mesa cada noche.

En el último set, cuando todo parecía perdido para Medicina, Julián hizo una jugada arriesgada y ganó el punto decisivo. Todos corrieron a abrazarlo; su madre lloraba de orgullo; su padre le palmeaba la espalda como si acabara de salvar al país entero.

Yo me quedé sentada, sintiendo una mezcla de admiración y tristeza. ¿Por qué no podía alegrarme por él? ¿Por qué sentía que cada victoria suya era una derrota para mí?

Esa noche, ya en casa, Julián llegó eufórico. —¡¿Viste lo que logré?! Ahora sí vamos a poder mudarnos al departamento nuevo. Mi papá ya dijo que nos ayuda con los muebles y todo.

—¿Y yo? —pregunté—. ¿Dónde quedo yo en todo esto?

Se detuvo en seco. —¿De qué hablas? Todo esto es por nosotros…

—No —lo interrumpí—. Todo esto es por ti. Por tu familia. Por tus sueños. Yo solo estoy aquí para aplaudirte desde las gradas.

Por primera vez desde que nos casamos, vi miedo en sus ojos.

—Mariana…

—Quiero irme a México —dije al fin—. Quiero estudiar medicina allá, trabajar y ayudar a mi mamá. No quiero seguir viviendo bajo las reglas de tu familia.

El silencio fue brutal.

—¿Y nuestro matrimonio? —preguntó él con voz quebrada.

—Nuestro matrimonio nunca fue nuestro —respondí—. Siempre fue tuyo… y de tu mamá.

Esa noche dormí sola por primera vez en mucho tiempo. Lloré por todo lo perdido: los sueños compartidos que nunca fueron realmente míos, la familia que nunca me aceptó del todo, el amor que se fue diluyendo entre partidos y promesas vacías.

Pasaron semanas sin hablar mucho con Julián. Su familia me miraba con recelo cada vez que iba a la casa; sus amigos dejaron de invitarme a las reuniones; incluso Ola se distanció un poco, temiendo quedar atrapada entre dos bandos.

Un día recibí una llamada de mi tía desde México: —Aquí tienes un lugar cuando quieras venirte, Marianita. No tienes por qué quedarte donde no eres feliz.

Esa noche enfrenté a Julián por última vez.

—Me voy —le dije—. No sé si volveré ni cuándo, pero necesito encontrarme a mí misma lejos de aquí.

Él no intentó detenerme esta vez. Solo asintió y me abrazó fuerte, como si supiera que ese abrazo era un adiós definitivo.

Hoy escribo estas líneas desde un pequeño departamento en Ciudad de México. Trabajo en una clínica y estudio por las noches. Extraño muchas cosas: el olor del asado los sábados, las risas de los primos de Julián, incluso las miradas críticas de doña Teresa… pero no extraño sentirme invisible.

A veces me pregunto si fui egoísta al irme o si finalmente aprendí a quererme lo suficiente como para elegir mi propio camino.

¿Ustedes qué harían? ¿Se quedarían donde no son felices solo por cumplir expectativas ajenas?