Entre Sombras y Redes: La Historia de Mariana
—¡Déjame pasar! Soy la esposa de Jorge, ¿no entiendes?— grité, empapada por la lluvia, mientras golpeaba la puerta del dormitorio masculino en el hospital universitario. El guardia, un hombre robusto con acento veracruzano, me miró con desconfianza.
—Señora, aquí no puede entrar. Son reglas del hospital— respondió, cruzando los brazos.
No me importaban las reglas. No después de la llamada anónima que recibí esa tarde: “Tu esposo no está donde dice estar. Ven al hospital y lo verás con tus propios ojos.”
Mi corazón latía tan fuerte que sentía que iba a romperme el pecho. Llevaba días notando a Jorge distante, frío, como si su mente estuviera en otro mundo. Pero nunca imaginé que la verdad sería tan brutal.
La ciudad hervía por el clásico universitario: medicina contra ingeniería. Todos hablaban del partido de voleibol, pero yo solo pensaba en lo que podía encontrar tras esa puerta. Mi amiga Lucía me había insistido toda la semana para ir al partido: “¡Vamos, Mariana! Es solo un juego, te distraerás.” Pero yo odiaba el deporte y, además, tenía un mal presentimiento.
—Por favor, déjeme pasar. Solo quiero hablar con mi esposo— supliqué, sintiendo cómo las lágrimas se mezclaban con la lluvia.
El guardia suspiró y me dejó entrar. Caminé por el pasillo iluminado por luces frías, escuchando risas y gritos de los estudiantes. El olor a desinfectante y sudor era abrumador. Al fondo, vi a Jorge rodeado de sus compañeros, riendo con una joven de cabello rizado y sonrisa fácil. Ella le tocaba el brazo como si fuera lo más natural del mundo.
Me detuve en seco. Sentí que el piso se abría bajo mis pies.
—¿Mariana? ¿Qué haces aquí?— preguntó Jorge, sorprendido.
—¿Eso es lo que haces cuando dices que estudias hasta tarde?— le espeté, sin poder controlar mi voz quebrada.
Todos se quedaron en silencio. La joven se apartó de él, incómoda.
—No es lo que piensas…— murmuró Jorge, pero ya era tarde. La semilla de la duda había germinado y crecido en mi pecho durante semanas.
Recordé las noches en las que Jorge llegaba tarde, diciendo que estaba en guardias interminables. Las llamadas que nunca contestaba. Las miradas esquivas cuando le preguntaba por su día.
—¿Quién es ella?— pregunté, señalando a la joven.
—Es solo una compañera del equipo…— balbuceó él.
La joven me miró con lástima y se fue sin decir palabra. Sentí una mezcla de rabia y vergüenza. No solo por mí, sino por todas las mujeres que alguna vez confiaron ciegamente en alguien.
Esa noche no dormí. Caminé por las calles mojadas de la ciudad, recordando cómo conocí a Jorge en la UNAM hace seis años. Éramos dos jóvenes llenos de sueños: él quería salvar vidas; yo quería escribir novelas. Nos casamos jóvenes, convencidos de que el amor podía con todo.
Pero la vida universitaria es dura. Las presiones económicas nos obligaron a vivir en casa de mis padres en Iztapalapa. Mi mamá nunca aceptó a Jorge del todo: “Ese muchacho no es para ti, Mariana. Los doctores siempre tienen tentaciones.” Yo la ignoré, creyendo que el amor era suficiente.
Las semanas siguientes fueron un infierno. Jorge intentó explicarse: “Solo somos amigos, Mariana. Me ayuda con los entrenamientos.” Pero yo ya no podía confiar en él. Empecé a revisar sus mensajes, a seguirlo después de clases, a desconfiar de cada palabra.
Mis amigas me decían que exageraba: “Todos los hombres son así, Mariana. Mejor hazte la vista gorda.” Pero yo no podía vivir con esa angustia constante.
Un día, encontré un mensaje en su celular: “Te extraño. Ojalá pudieras quedarte esta noche.” No era su compañera del equipo; era otra mujer. Sentí que me ahogaba.
Decidí confrontarlo frente a su familia durante una comida dominical en Coyoacán. Su mamá, doña Teresa, siempre tan orgullosa de su hijo médico, me miró con desprecio cuando le conté todo.
—¿Por qué haces esto aquí?— me reclamó Jorge entre dientes.
—Porque estoy cansada de fingir que todo está bien— respondí, temblando.
Su papá intentó mediar: “Los matrimonios pasan por crisis, hija. No lo destruyas todo por un error.”
Pero yo ya no podía más. Me fui de la casa entre gritos y lágrimas, sintiendo que había perdido no solo a mi esposo, sino también mi dignidad y mi futuro.
Volví a casa de mis padres. Mi mamá me abrazó fuerte: “Te lo dije, hija. Pero aquí tienes tu casa.” Mi papá solo suspiró y me sirvió un café caliente.
Pasaron los meses y Jorge intentó buscarme varias veces. Me mandaba flores al trabajo; me esperaba afuera del metro; le pedía a Lucía que intercediera por él.
Una noche, mientras escribía en mi cuaderno viejo —ese donde guardo mis sueños rotos— recibí una llamada inesperada:
—Mariana… estoy enfermo. Tengo leucemia.—
Sentí que el mundo se detenía otra vez. ¿Era verdad o solo otra manipulación? Dudé en ir al hospital, pero finalmente lo hice.
Lo encontré pálido y delgado en una cama del mismo hospital donde empezó todo. Me miró con ojos suplicantes:
—Perdóname… No supe valorar lo que tenía.—
Lloré junto a su cama toda la noche. No porque aún lo amara —ese amor se había ido— sino porque entendí que todos somos frágiles y cometemos errores irreparables.
Jorge murió dos meses después. En su funeral, doña Teresa me abrazó por primera vez:
—Gracias por estar hasta el final.—
Hoy vivo sola en un pequeño departamento en Tlalpan. Sigo escribiendo historias y aprendí a perdonarme por haber amado tanto a alguien que no supo cuidarme.
A veces me pregunto: ¿cuántas mujeres viven atrapadas entre el miedo y la costumbre? ¿Cuántas veces callamos para no incomodar? ¿Vale la pena perderse a una misma por salvar algo que ya está roto?
¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar?