Entre Sombras y Sueños: La Decisión de Ema
—¿Por qué siempre tienes que soñar tan alto, Ema? —me gritó mi madre desde la cocina, mientras yo cerraba la puerta de la casa con fuerza.
No respondí. Caminé rápido por las calles polvorientas de nuestro barrio en las afueras de San Miguel, ese pueblo donde todos se conocen y nadie olvida los errores ajenos. Mi mochila pesaba menos que mis pensamientos. Era el primer día en la Universidad Nacional y sentía que cada paso me alejaba un poco más del destino que mi familia había escrito para mí.
En el aula, entre murmullos y miradas nerviosas, la vi. Lucía tenía el cabello negro como la noche y una sonrisa que desafiaba a cualquiera a no mirarla dos veces. Nos sentamos juntas por casualidad, pero desde ese momento fuimos inseparables. Ambas éramos de pueblos pequeños, ambas queríamos más. Pero mientras yo soñaba con ser periodista y contar las historias que nadie quería escuchar, Lucía quería ser abogada para defender a los que nunca tienen voz.
—¿Sabes qué es lo peor de venir de donde venimos? —me susurró Lucía una tarde en la cafetería—. Que todos esperan que fracases.
Asentí. Mi padre, albañil y bebedor empedernido, nunca creyó en mis sueños. «Las mujeres no necesitan estudiar tanto», repetía cada vez que llegaba borracho a casa. Mi madre, resignada a su trabajo en la tienda del mercado, solo quería que yo consiguiera un buen marido y una vida tranquila.
Pero yo quería más. Quería salir en la radio, escribir en los periódicos grandes de la capital, cambiar algo en este país donde las mujeres como nosotras apenas cuentan.
La universidad era otro mundo. Allí conocí a Diego, un chico de Ciudad del Este, hijo de comerciantes, con ideas revolucionarias y una voz que llenaba las asambleas estudiantiles. Me enamoré de su pasión y su rebeldía. Lucía no confiaba en él.
—Ten cuidado, Ema —me advirtió una noche después de una fiesta—. Diego es fuego, pero también puede quemarte.
No le hice caso. Me dejé llevar por el vértigo del amor y las promesas de un futuro distinto. Empecé a faltar a clases por acompañarlo a marchas y reuniones políticas. Lucía se alejaba cada vez más.
Un día, al volver a casa, encontré a mi madre llorando en la mesa. Mi padre había perdido el trabajo y no había dinero para pagar mi pensión en la ciudad.
—Vas a tener que volver, hija —me dijo entre sollozos—. Aquí te necesitamos.
Sentí que el mundo se me venía abajo. Llamé a Lucía esa noche:
—No quiero regresar —le confesé—. No puedo vivir aquí sabiendo que hay algo más allá.
Lucía vino a buscarme al día siguiente. Caminamos juntas por el parque central, bajo los árboles viejos que habían visto pasar generaciones enteras sin cambiar nada.
—Ema —me dijo con voz firme—, tú no eres como ellos. No tienes que cargar con los sueños rotos de tus padres. Pero tampoco puedes olvidarte de dónde vienes.
Me ofreció quedarme en su cuarto de alquiler hasta que encontrara trabajo. Acepté sin pensarlo dos veces. Los días siguientes fueron una lucha constante: clases por la mañana, trabajo en una cafetería por la tarde, tareas hasta la madrugada. Diego empezó a impacientarse.
—Ya no eres la misma —me reclamó una noche—. Solo piensas en estudiar y trabajar.
—¿Y qué esperabas? —le respondí—. No todos tenemos padres que nos mandan dinero cada mes.
Las discusiones se volvieron rutina. Lucía me apoyaba en silencio, pero yo sentía que algo se rompía entre nosotras también. Un día encontré una carta en mi cama:
«Ema,
Sé que estás luchando por tus sueños, pero no olvides quién estuvo contigo desde el principio. No dejes que nadie te apague la luz.
Lucía»
Lloré como no lo hacía desde niña. Me di cuenta de que había estado tan obsesionada con huir de mi pasado que estaba perdiendo lo único verdadero que tenía: mi amistad con Lucía.
El semestre terminó con más derrotas que victorias. Diego se fue a otra ciudad tras una pelea política; mi madre seguía esperando que volviera; mi padre apenas recordaba mi nombre entre trago y trago.
Pero yo seguí adelante. Conseguí una pasantía en una radio local y empecé a contar historias de mujeres como mi madre, como Lucía, como yo: mujeres invisibles para un país que solo mira hacia arriba.
Una tarde, después de grabar un reportaje sobre violencia doméstica, recibí una llamada urgente: Lucía estaba en el hospital. Su hermano menor había sido golpeado por su padrastro y ella había intervenido para defenderlo.
Corrí al hospital con el corazón en la garganta. Encontré a Lucía con el rostro hinchado pero los ojos llenos de fuego.
—No voy a dejar que esto siga así —me dijo—. Voy a denunciarlo aunque me cueste todo.
La acompañé al juzgado al día siguiente. Su valentía me hizo entender que los sueños no siempre son escapar; a veces son quedarse y luchar para cambiar lo que duele.
Hoy escribo estas líneas desde un pequeño departamento alquilado con Lucía. Mi madre me llama cada domingo para contarme cómo está el pueblo; mi padre sigue perdido en su mundo, pero ya no me duele tanto.
Lucía logró sacar a su hermano de casa y ahora estudia derecho con más fuerza que nunca. Yo sigo contando historias, esperando que alguna llegue tan lejos como mis sueños infantiles.
A veces me pregunto si valió la pena tanto sacrificio, tanta distancia y dolor para llegar hasta aquí. ¿Cuántas Emas y Lucías hay allá afuera esperando su oportunidad? ¿Y cuántas veces más tendremos que elegir entre nuestros sueños y nuestra gente?
¿Ustedes qué harían? ¿Se quedarían para luchar o se irían para buscar algo mejor?