Entre tijeras y abrazos: la historia de cómo me convertí en madre de dos corazones

—¿Por qué lloras, Emiliano? —le pregunté mientras lo abrazaba fuerte, sintiendo cómo su pequeño cuerpo temblaba entre mis brazos. La lluvia golpeaba el techo de lámina de mi casa en Iztapalapa, y el eco de sus sollozos se mezclaba con el retumbar del trueno. Tenía apenas seis años y ya conocía el abandono.

Nunca imaginé que mi vida daría un giro tan brusco. Yo, Mariana Torres, madre soltera de una niña risueña llamada Camila, siempre creí que mi mundo era suficiente con ella y mi trabajo como costurera. Pero esa tarde, cuando Lucía —mi mejor amiga desde la secundaria— llegó a mi puerta con los ojos hinchados y las manos temblorosas, supe que nada volvería a ser igual.

—Mariana, no puedo más —me dijo, dejando caer una bolsa con ropa infantil en el suelo—. El salón está creciendo, tengo que abrir otro local en Polanco… No puedo cuidar a Emiliano. No puedo ser madre ahora.

Me quedé muda. Lucía siempre había soñado con tener su propio salón de belleza, y luchó contra viento y marea para levantarlo en medio de la colonia. Pero nunca pensé que elegiría su sueño por encima de su hijo. Vi a Emiliano, con sus ojitos negros llenos de miedo, aferrado a su osito de peluche. Sentí rabia, tristeza y una compasión que me partió el alma.

—¿Y qué quieres que haga yo? —le pregunté, la voz quebrada.

—Cuídalo… aunque sea un tiempo —suplicó—. Tú eres la única en quien confío.

No dormí esa noche. Camila se acurrucó junto a mí y Emiliano lloró hasta quedarse dormido en el sillón. Pensé en mi madre, que siempre decía: “La familia no se elige, pero el amor sí”. ¿Podría yo amar a un niño que no era mío? ¿Sería capaz de darle lo que su propia madre no pudo?

Los días siguientes fueron un torbellino. Emiliano no hablaba mucho; se escondía detrás de las cortinas o se sentaba en silencio mirando la puerta, esperando que Lucía regresara. Camila intentaba animarlo con sus juguetes, pero él solo respondía con miradas tristes. Los vecinos murmuraban:

—¿Ya viste? Mariana ahora tiene dos hijos… ¿Y Lucía? Dicen que anda muy bien con su salón en la Roma.

Mi hermana Leticia vino a visitarme un domingo y no pudo evitar juzgarme:

—¿De verdad vas a cargar con el hijo de otra? ¿Y si Lucía nunca regresa? ¿Qué va a decir la gente?

—No me importa lo que digan —le respondí—. Emiliano no tiene la culpa de nada.

Pero claro que me importaba. Me dolía ver cómo los demás me miraban con lástima o desprecio. Me dolía aún más ver a Emiliano tan frágil, tan roto. Intenté acercarme poco a poco: le preparaba su sopa favorita, le leía cuentos antes de dormir, lo llevaba al parque con Camila. Una tarde, mientras jugábamos fútbol en la cancha de tierra, Emiliano me miró y dijo bajito:

—¿Tú también te vas a ir?

Sentí un nudo en la garganta. Me arrodillé frente a él y le prometí:

—No me voy a ir, Emiliano. Aquí tienes tu casa… y tienes una familia.

Pasaron los meses y Lucía apenas llamaba. Siempre tenía una excusa: una clienta famosa, una inauguración, un viaje a Monterrey para expandir el negocio. Emiliano dejó de preguntar por ella. Yo veía cómo su carita se iluminaba poco a poco; cómo reía con Camila, cómo me abrazaba antes de dormir.

Pero no todo era color de rosa. El dinero no alcanzaba. A veces tenía que coser hasta la madrugada para pagar la escuela y la comida de los dos niños. Un día, Camila enfermó de bronquitis y tuve que pedirle ayuda a mi padre, quien nunca aprobó mis decisiones:

—Te metes en problemas que no son tuyos —me reprochó—. Ese niño tiene madre.

—Pero no tiene hogar —le respondí con lágrimas en los ojos.

La Navidad llegó y Lucía apareció sin avisar, vestida elegante y oliendo a perfume caro. Trajo regalos caros para Emiliano: un dron, ropa de marca, dulces importados. Pero él apenas la miró.

—¿Por qué no quieres irte conmigo? —le preguntó ella, fingiendo una sonrisa.

Emiliano se escondió detrás de mí y murmuró:

—Aquí está mi familia.

Lucía se fue esa noche sin decir adiós. Yo sentí alivio y culpa al mismo tiempo. ¿Quién era yo para robarle el amor de su madre? Pero también sabía que el amor no se impone; se gana día a día.

Un año después, Emiliano me llamó “mamá” por primera vez mientras desayunábamos pan dulce y café con leche. Lloré como nunca antes en mi vida. Camila lo abrazó fuerte y supe que habíamos formado algo nuevo: una familia hecha de retazos, pero fuerte como el hilo más resistente.

Hoy Emiliano es un adolescente alegre y seguro. Lucía sigue con sus salones; nos vemos poco, pero ya no hay rencor. Aprendí que la maternidad no siempre llega como uno espera; a veces te encuentra cuando menos lo imaginas.

A veces me pregunto: ¿Cuántas mujeres hay allá afuera criando hijos ajenos por amor? ¿Cuántos niños esperan un abrazo sincero? ¿Y tú… qué harías si la vida te pusiera frente a una decisión así?