Entre Visitas y Silencios: Mi Hogar, Mis Reglas
—¡Abuela, llegamos!— gritó Camila desde la puerta, mientras el eco de su voz rebotaba en las paredes de mi pequeña casa en San Miguel de Tucumán. Ni siquiera había terminado de tomar mi mate cuando la puerta se abrió de par en par y una ráfaga de risas, pasos y bolsas invadió mi sala.
No me malinterpreten: amo a mis nietos, a mis hijos, a toda esa tribu que formé con tanto esfuerzo. Pero desde que me jubilé y quedé viuda, mi casa se volvió mi refugio, mi pequeño reino donde cada cosa tiene su lugar y cada silencio es sagrado. Sin embargo, últimamente, ese silencio se ha visto interrumpido por visitas casi diarias. A veces siento que mi hogar ya no me pertenece.
—Mamá, ¿por qué no abriste la ventana?— preguntó Lucía, mi hija mayor, mientras corría las cortinas sin esperar respuesta. —Hace calor aquí adentro.
—Porque me gusta así, Lucía. El sol pega fuerte a esta hora— respondí, pero ella ya estaba abriendo todas las ventanas.
Camila y Tomás, mis nietos adolescentes, se instalaron en el sillón con sus celulares, hablando entre ellos como si yo no estuviera. Mi hijo menor, Diego, llegó media hora después con su esposa y una bolsa llena de empanadas. La mesa se llenó de platos, risas y conversaciones cruzadas. Yo los miraba y sonreía, pero por dentro sentía una punzada de cansancio.
Esa noche, cuando todos se fueron, recogí los platos en silencio. Me senté en la cocina con una taza de té y dejé que el silencio volviera a abrazarme. Me pregunté si era egoísta por querer estar sola. ¿Acaso no era esto lo que siempre soñé? ¿Una familia unida?
Al día siguiente, Lucía volvió temprano.
—Mamá, te traje unas plantas para el patio. Así te entretenés— dijo mientras descargaba macetas sin consultarme.
—Gracias, hija, pero ya tengo bastantes plantas— respondí con suavidad.
—Ay, mamá, siempre tan terca. Te hace bien distraerte— insistió.
Sentí un nudo en la garganta. ¿Por qué nadie me preguntaba qué quería yo? ¿Por qué sentían que debían llenar mis días? ¿Acaso no ven que también disfruto de mi soledad?
Esa tarde me animé a hablar con mi amiga Marta por teléfono.
—¿A vos también te pasa?— le pregunté.
—¡Ni me digas! Mis hijos creen que porque estoy sola tengo que estar disponible para ellos todo el tiempo. A veces extraño cuando la casa era solo mía— confesó Marta.
Me sentí menos sola en mi sentir. Decidí entonces escribir una carta para mi familia. No era fácil poner en palabras lo que sentía sin herirlos. La escribí y la guardé varios días antes de animarme a leerla en voz alta.
El domingo siguiente, cuando todos llegaron para el almuerzo habitual, esperé a que terminaran de comer.
—Quiero decirles algo— anuncié con voz temblorosa.
Todos me miraron sorprendidos.
—Sé que lo hacen por amor, pero necesito pedirles un favor: necesito tiempo para mí. Quiero que vengan, pero no todos los días. Quiero tener mis mañanas tranquilas, mis tardes para leer o simplemente para pensar en nada. No quiero que sientan que no los amo; al contrario, los amo tanto que quiero estar bien para ustedes cuando estén aquí.
Lucía bajó la mirada. Diego se removió incómodo en su silla.
—Mamá… no sabíamos que te sentías así— murmuró Lucía.
—A veces pensamos que te hacemos un favor viniendo seguido— agregó Diego.
—Lo sé, hijos. Pero también necesito sentir que este es mi espacio. Que todavía tengo control sobre mi vida.—
El silencio fue pesado al principio. Camila fue la primera en romperlo:
—Abu, ¿te molesta si vengo solo los sábados? Así me contás tus historias.—
Sonreí aliviada.
Las semanas siguientes fueron diferentes. Las visitas se espaciaran y cuando llegaban eran más significativas. Lucía me llamaba antes de venir; Diego me preguntaba si necesitaba algo antes de aparecerse con bolsas llenas de comida. Empecé a disfrutar nuevamente de mi casa y de mi soledad elegida.
Pero no todo fue fácil. Hubo días en los que sentí culpa por haber puesto límites. Días en los que extrañaba el bullicio y otros en los que agradecía el silencio. Aprendí a convivir con esa dualidad: el amor por mi familia y el amor por mi espacio.
Un día Camila llegó con una pregunta:
—Abu, ¿cómo hacés para no sentirte sola?
La miré a los ojos y le respondí:
—La soledad no siempre es mala, Cami. A veces es necesaria para escucharse a uno mismo. Y cuando uno aprende a estar bien solo, disfruta mucho más la compañía de los demás.
Ahora, cada vez que escucho el timbre sé que es porque alguien realmente quiere compartir conmigo un momento especial y no porque siente obligación o culpa. Mi casa volvió a ser mi refugio y las visitas, un regalo.
A veces me pregunto: ¿cuántos abuelos y abuelas estarán pasando por lo mismo? ¿Cuántos callan su necesidad de espacio por miedo a herir a sus seres queridos? ¿No será hora de hablar más sobre esto?