Eres mi héroe: Una historia de coraje y redención en Lima

—¿Y ahora a dónde vas tan arreglada, Wanda? —La voz de Javier retumbó en el pasillo, mezclando burla y sospecha. Me detuve frente al espejo, el corazón golpeando fuerte bajo la tela azul de mi vestido. Me pasé la mano por el cabello, intentando domar el último rizo rebelde.

—Voy a la reunión del colegio, ya te lo dije —respondí, sin mirarlo directamente. Sabía que cualquier excusa podía encender la chispa. Javier cruzó los brazos, apoyado en el marco de la puerta, con esa sonrisa torcida que tanto detestaba.

—¿Así vestida? ¿Para ver a las mamás del salón? —insistió, alzando una ceja.

Sentí el calor subiéndome al rostro. No era la primera vez que cuestionaba mis decisiones, mi ropa, mis palabras. Pero esta noche era diferente. Había algo en mí que se negaba a retroceder.

—Sí, así vestida. ¿Algún problema? —le sostuve la mirada por primera vez en meses.

Él bufó, pero no dijo nada más. Tomé mi bolso y salí antes de que pudiera arrepentirme. Afuera, Lima vibraba con su caos habitual: bocinas, vendedores ambulantes, el olor a anticuchos en la esquina. Caminé rápido, como si cada paso me alejara de una vida que ya no quería.

La reunión era solo una excusa. En realidad, iba a encontrarme con Lucía, mi mejor amiga desde la universidad. Ella siempre decía que yo era más fuerte de lo que creía, pero yo apenas podía sostenerme algunas mañanas. Nos sentamos en una cafetería pequeña, lejos del bullicio.

—¿Otra vez discutieron? —preguntó Lucía, tomando mi mano.

—No fue una discusión… fue lo de siempre —dije bajito, mirando el café humeante—. Pero hoy sentí algo distinto. Como si ya no pudiera más.

Lucía suspiró. —Wanda, tienes derecho a ser feliz. No eres solo la esposa de Javier ni la mamá de Valeria. Eres tú. ¿Cuándo vas a empezar a creerlo?

Me quedé callada. Recordé cuando era niña y mi mamá me peinaba frente al espejo, diciéndome que algún día sería una gran mujer. ¿En qué momento me perdí? ¿Cuándo empecé a vivir para complacer a todos menos a mí?

Volví a casa tarde, con el corazón apretado y la cabeza llena de preguntas. Javier estaba sentado en la sala, viendo televisión con el volumen alto. Ni siquiera me miró cuando entré. Subí las escaleras en silencio y me encerré en el baño. Me miré al espejo otra vez: los ojos hinchados, el maquillaje corrido, pero algo nuevo brillaba en mi mirada.

Esa noche no dormí. Pensé en Valeria, nuestra hija de ocho años, y en el ejemplo que le estaba dando. ¿Quería que ella creciera creyendo que debía callar para evitar problemas? ¿Que su felicidad dependía de alguien más?

A la mañana siguiente, mientras preparaba el desayuno, Javier entró a la cocina.

—¿No piensas disculparte por lo de anoche? —dijo sin mirarme.

Me temblaron las manos pero seguí batiendo los huevos.

—No tengo nada de qué disculparme —respondí con voz firme.

Él se acercó, bajando la voz.—No me gusta este nuevo tono tuyo, Wanda.

Lo miré directo a los ojos.—Pues tendrás que acostumbrarte.

El silencio se hizo pesado entre nosotros. Valeria bajó corriendo las escaleras y se abrazó a mi cintura.

—Mami, ¿puedo ir al parque después del colegio?

La miré y sentí una oleada de ternura y culpa.—Claro que sí, amor.

Javier salió dando un portazo. Yo me quedé temblando pero orgullosa. Por primera vez en años sentí que tenía el control de mi vida.

Los días siguientes fueron una batalla constante: miradas frías, palabras cortantes, silencios eternos. Pero también fueron días de pequeños triunfos: salir con amigas sin pedir permiso, inscribirme en un curso de repostería que siempre quise tomar, reírme fuerte sin miedo a molestar a nadie.

Una tarde, mientras horneaba galletas para Valeria, Javier llegó antes de lo habitual. Se sentó en la mesa y me observó en silencio.

—¿Qué te pasa últimamente? —preguntó finalmente—. Ya no eres la misma.

Me limpié las manos en el delantal y lo miré con calma.—No quiero seguir viviendo así, Javier. No quiero que Valeria crezca pensando que esto es normal.

Él frunció el ceño.—¿Y qué piensas hacer? ¿Irte? ¿Dejarme?

Sentí miedo, pero también una fuerza desconocida.—Si es necesario… sí.

Se quedó callado un momento.—Nunca pensé que fueras capaz de algo así.

—Ni yo —admití—. Pero ya no puedo más.

Esa noche dormimos en cuartos separados. Lloré en silencio pero no me arrepentí. Al día siguiente llamé a mi mamá y le conté todo. Ella lloró conmigo al teléfono y me dijo que siempre tendría su apoyo.

Con el tiempo, Javier empezó a cambiar. Al principio fue por miedo a quedarse solo; después creo que entendió que yo ya no era la misma mujer sumisa de antes. Empezó a ayudar más en casa, a escucharme sin burlas ni reproches. No fue fácil ni rápido; hubo recaídas y discusiones fuertes. Pero también hubo momentos de ternura y esperanza.

Un día Valeria me abrazó fuerte y me susurró al oído:

—Mami, eres mi heroína.

Lloré como nunca antes. Entendí que todo el dolor había valido la pena si con eso le enseñaba a mi hija a ser valiente.

Hoy miro atrás y no me reconozco en esa mujer asustada frente al espejo. Sé que muchas mujeres viven historias parecidas en toda Latinoamérica: mujeres que callan por miedo o costumbre, mujeres que sueñan con ser libres pero no saben cómo empezar.

¿Hasta cuándo vamos a permitir que nos digan cómo vivir? ¿Cuántas Wandas más tienen que romper el silencio para cambiar nuestra historia?