Ese niño no es mío

—¡Ese niño no es mío!— rugió Julián, su voz retumbando en el recibidor de la casa, tan fría y dura como el mármol bajo mis pies descalzos. Afuera, la lluvia golpeaba los ventanales con furia, como si quisiera entrar y arrasar con todo. Yo apretaba a Emiliano contra mi pecho, sintiendo su cuerpecito temblar, mientras las palabras de Julián me atravesaban como cuchillos.

—Por favor, Julián…— susurré, pero él ya había dado media vuelta, señalando la puerta con una mano temblorosa de rabia.

—Empaca tus cosas y lárgate. Los dos. No quiero volver a verlos.—

Mi madre, Teresa, apareció en la escalera, con su bata de dormir y el rostro desencajado. —¿Qué está pasando aquí?— preguntó, pero Julián ni siquiera la miró. Yo sólo podía pensar en cómo llegamos a esto: una familia destruida por una sospecha, un rumor venenoso que había crecido como maleza en nuestro hogar.

Todo empezó hace meses, cuando Emiliano nació. Tenía los ojos claros, igual que mi abuelo materno, pero en la familia de Julián nadie tenía ese color. Las vecinas murmuraban en la tienda: «¿Viste al hijo de Lucía? Dicen que no se parece al papá…». Y Julián, siempre tan orgulloso, empezó a mirarme diferente. Ya no era el hombre cariñoso que me conquistó bailando cumbia bajo las luces del parque central en Villahermosa; ahora era un extraño, frío y desconfiado.

La gota que derramó el vaso fue una llamada anónima. «Ese niño no es tuyo», le dijeron. Julián no quiso escuchar razones ni ver pruebas. Su madre, doña Carmen, siempre me miró con recelo desde que nos casamos. «Las mujeres como tú sólo buscan aprovecharse», me decía en voz baja cuando nadie escuchaba.

Esa noche empaqué lo poco que pude: pañales, una muda para Emiliano, mi acta de matrimonio y una foto nuestra sonriendo en la playa de Progreso. Salí bajo la lluvia, con mi madre detrás de mí cargando una bolsa de plástico con mis zapatos. Caminamos hasta la casa de mi tía Rosa, donde pasamos la primera noche sin saber qué hacer.

—No te preocupes, hija— me consoló mi madre mientras me peinaba el cabello mojado—. Todo se va a arreglar. Dios aprieta pero no ahorca.

Pero los días pasaron y Julián no llamó. En el pueblo todos sabían lo que había pasado; las miradas pesaban más que las palabras. En la tienda ya nadie me saludaba igual. Mi tía Rosa me ayudó a buscar trabajo limpiando casas; cada peso era para pañales y leche para Emiliano.

Una tarde, mientras lavaba ropa ajena en el patio trasero, escuché a mi prima Sofía hablando por teléfono:

—Sí, ya viste cómo terminó Lucía… Por andar de coqueta…

Sentí rabia y vergüenza al mismo tiempo. ¿Por qué nadie creía en mí? ¿Por qué tenía que cargar sola con todo esto? Emiliano lloraba y yo lloraba con él.

Pasaron semanas así hasta que un día recibí una carta del juzgado: Julián pedía el divorcio y exigía una prueba de ADN para «demostrar» que Emiliano no era suyo. Mi madre lloró conmigo esa noche; mi tía Rosa rezó un rosario entero por nosotras.

El día de la prueba fue el más largo de mi vida. Julián llegó con su abogado y su madre; ni siquiera me miró a los ojos. Emiliano jugaba con mis dedos mientras le tomaban la muestra. Yo sólo pensaba en todo lo que habíamos vivido juntos: los domingos en el mercado, las fiestas patronales, las promesas bajo la ceiba del parque.

—¿Por qué haces esto?— le pregunté a Julián cuando salimos del laboratorio.

Él bajó la mirada. —No puedo vivir con la duda— murmuró.

Esperar los resultados fue una tortura. Cada día era una batalla contra el miedo y la tristeza. Mi madre me animaba a no perder la fe; mi tía Rosa me decía que todo pasa por algo.

Finalmente llegó el sobre con los resultados. Temblando lo abrí delante de todos: «Emiliano es hijo biológico de Julián Martínez». Sentí alivio y rabia al mismo tiempo; quería correr a buscarlo y gritarle que siempre dije la verdad.

Pero cuando fui a su casa, doña Carmen me cerró la puerta en la cara.

—Ya no eres bienvenida aquí— dijo fría.

Julián salió al patio, cabizbajo.

—Perdóname… No supe qué hacer.—

Lo miré a los ojos y vi al hombre que amé alguna vez, pero también vi todo el daño que me había hecho.

—No es tan fácil perdonar— respondí—. No sólo dudaste de mí; dudaste de tu propio hijo.

Me fui sin mirar atrás. Conseguí trabajo en una panadería del centro; Emiliano empezó a caminar y a decir sus primeras palabras rodeado del cariño de mi familia materna. Aprendí a vivir sin miedo al qué dirán; aprendí que valgo más que las mentiras y los prejuicios.

A veces Julián viene a ver a Emiliano; intenta acercarse poco a poco. Yo lo dejo porque sé que mi hijo merece conocer a su padre, pero ya no soy la misma mujer que salió bajo la lluvia aquella noche.

Ahora sé que nadie puede arrebatarme mi dignidad ni el amor por mi hijo.

¿Hasta cuándo vamos a dejar que los prejuicios destruyan familias? ¿Cuántas mujeres más tendrán que demostrar su verdad para ser escuchadas?