Espejo Roto: La Lucha de Mariana Contra la Traición
—¿Por qué no contestas, Julián? —mi voz temblaba mientras sostenía el teléfono con manos sudorosas. Eran las once de la noche y él no había llegado a casa. El reloj en la pared parecía burlarse de mí con cada tic-tac, recordándome que algo no estaba bien.
No era la primera vez que Julián llegaba tarde, pero esa noche, algo en mi pecho me apretaba con una fuerza desconocida. Me levanté del sofá y caminé hacia su estudio. La puerta estaba entreabierta; la luz de la computadora parpadeaba en la oscuridad. Me acerqué, impulsada por una mezcla de miedo y rabia. En la pantalla, un correo abierto: «Transferencia realizada a cuenta personal. No le digas nada a Mariana». Sentí que el piso se abría bajo mis pies.
Me llamo Mariana Gómez, tengo 38 años y vivo en un barrio popular de Medellín. Siempre creí que el amor era suficiente para sostener una familia, pero esa noche aprendí que el amor también puede romperse en mil pedazos. Julián y yo llevábamos quince años juntos, con dos hijos pequeños, Camila y Tomás. Habíamos construido nuestra vida con esfuerzo, entre turnos dobles y sueños postergados. ¿Cómo podía él esconderme algo así?
Esa madrugada, cuando Julián llegó, lo enfrenté. —¿Qué es esto, Julián? —le mostré el correo con la voz quebrada—. ¿Por qué tienes una cuenta secreta? ¿A quién le mandas dinero?
Él me miró como si no me reconociera. —No es lo que piensas, Mariana…
—¡Entonces explícame! —grité, sintiendo cómo las lágrimas me ardían en los ojos—. ¡Explícame por qué me mientes!
El silencio se hizo eterno. Julián bajó la cabeza y murmuró: —Es para mi mamá… Ella está enferma y no quería preocuparte.
No le creí. Conocía a mi suegra, sí, pero también conocía a Julián. Había algo más. Esa noche dormí en el cuarto de los niños, abrazando a Camila como si pudiera protegerme del dolor.
Los días siguientes fueron un infierno. Mi hermana Lucía vino a verme. —Mariana, tienes que hablar con él, pero también tienes que pensar en ti —me dijo mientras preparábamos café en la cocina—. No puedes cargar sola con todo esto.
Pero yo no quería hablar. No quería escuchar más mentiras. Empecé a revisar todo: estados de cuenta, mensajes en su celular, hasta las fotos viejas que guardábamos en cajas bajo la cama. Encontré recibos de hoteles, mensajes con una tal «Paola» y más transferencias a esa cuenta secreta.
El corazón se me partió en dos. ¿Cómo se enfrenta una traición así? ¿Cómo se sigue adelante cuando todo lo que creías seguro se desmorona?
Julián intentó explicarse una y otra vez. —Fue un error, Mariana… No significó nada… Yo te amo a ti y a los niños…
Pero yo ya no podía escuchar esas palabras sin sentir náuseas. Mi mamá vino desde Envigado para ayudarme con los niños. —Mija, uno tiene que ser fuerte por sus hijos —me decía mientras me acariciaba el cabello—. Pero también tienes derecho a llorar.
Lloré mucho esos días. Lloré por mí, por mis hijos, por el amor que creí eterno y resultó tan frágil como el vidrio de ese espejo roto donde ya no reconocía mi reflejo.
La familia de Julián vino a buscarme. Su hermana Patricia me suplicó: —No destruyas tu hogar por un error… Piensa en los niños…
Pero nadie pensaba en mí. Nadie preguntaba cómo me sentía yo, si podía dormir por las noches o si podía mirar a Julián sin sentir rabia y vergüenza.
En el barrio empezaron los rumores. Las vecinas cuchicheaban cuando pasaba por la tienda: —Pobrecita Mariana… ¿Será que lo perdona?
Me sentí sola como nunca antes. Empecé a ir a terapia en el centro comunitario. Allí conocí a otras mujeres como yo: Ana perdió todo cuando su esposo se fue con otra; Rosa tuvo que empezar de cero con tres hijos pequeños. Escuchar sus historias me dio fuerza.
Un día, mientras lavaba los platos y veía a Camila jugar en el patio, sentí una calma extraña. Me di cuenta de que no podía seguir viviendo entre el miedo y la desconfianza. Llamé a Julián y le dije: —Necesito tiempo para mí. Quiero que te vayas de la casa por un tiempo.
Él lloró, suplicó, prometió cambiar. Pero yo ya había tomado mi decisión.
Los primeros días fueron duros. Los niños preguntaban por su papá; yo les decía que estaba trabajando mucho. Por las noches, el silencio era ensordecedor.
Pero poco a poco empecé a sentirme más ligera. Volví a salir con Lucía al parque; retomé mis clases de costura; empecé a soñar con abrir mi propio taller algún día.
Julián seguía llamando, mandando mensajes, pidiendo perdón. Un día vino con flores y una carta: «Mariana, eres lo mejor que me ha pasado… No sé cómo reparar el daño que te hice».
Leí la carta y lloré otra vez, pero esta vez no era solo tristeza: era también alivio. Me di cuenta de que podía perdonarlo algún día, pero no ahora; tal vez nunca volveríamos a ser pareja, pero sí podíamos ser padres para nuestros hijos.
Hoy han pasado seis meses desde aquella noche en que mi mundo se rompió como un espejo viejo. Sigo reconstruyendo mi vida pedazo a pedazo. A veces siento miedo; otras veces siento esperanza.
Me pregunto: ¿Cuántas mujeres han tenido que recoger los pedazos de su vida después de una traición? ¿Será posible volver a confiar después de tanto dolor?
¿Ustedes qué harían en mi lugar?