Esperó hasta mi boda para despedirse: La historia de Sol y Canela

—Sol, ¿estás lista?— La voz de mi mamá retumbó en el pasillo mientras yo, vestida de blanco, temblaba frente al espejo. No era por nervios del matrimonio, sino por la mirada de Canela, mi perra, que desde la esquina del cuarto me observaba con una mezcla de orgullo y tristeza. Sus ojos, antes chispeantes y juguetones, ahora parecían dos luceros cansados, como si supiera que este día no era solo el inicio de mi nueva vida, sino también el final de la nuestra juntas.

Canela llegó a mi vida cuando tenía diecisiete años, justo después de que mi papá nos abandonara. Mi mamá, desesperada por ver una sonrisa en mi cara, apareció una tarde con ese bultito marrón y tembloroso en los brazos. “Se llama Canela”, me dijo. Desde entonces, fuimos inseparables. Ella estuvo ahí cuando terminé la prepa en el Colegio Nacional de Buenos Aires, cuando lloré por mi primer amor, cuando me mudé sola a un departamento diminuto en Palermo y cuando me quedé sin trabajo durante la pandemia.

Recuerdo una noche en particular. Había discutido con mi mamá por teléfono; los gritos rebotaban en las paredes vacías del departamento. Me senté en el suelo y lloré hasta quedarme sin fuerzas. Canela se acercó, apoyó su hocico en mi pierna y me miró como diciendo: “Aquí estoy”. No necesitaba palabras. Su presencia era suficiente para recordarme que no estaba sola.

El tiempo pasó y la vida siguió su curso. Conocí a Martín en la facultad de Derecho. Al principio, Canela lo miraba con desconfianza; después de todo, había sido solo mía durante tantos años. Pero Martín supo ganarse su cariño con paciencia y galletitas caseras. Cuando me pidió matrimonio, lo primero que pensé fue: “¿Y Canela?”

La planeación de la boda fue un caos típico argentino: peleas familiares por la lista de invitados, discusiones sobre si el asado debía ser con o sin achuras, y el eterno dilema del vestido. Pero lo que más me preocupaba era Canela. Ya tenía trece años y le costaba caminar. El veterinario fue claro: “Sol, está viejita. Disfrutá cada momento”.

La noche antes de la boda, me senté junto a ella en la terraza. El aire olía a jazmín y a nostalgia. —¿Sabés una cosa, Canelita? Mañana empiezo una nueva etapa… pero vos siempre vas a ser mi familia— le susurré mientras acariciaba su pelaje áspero.

El gran día llegó. La casa estaba llena de risas, música y olor a empanadas recién horneadas. Mi abuela Rosa se peleaba con mi tía Lucía por el mejor lugar en la mesa; mis primas jugaban a esconder los zapatos de la novia. Pero yo solo podía pensar en Canela, que dormía tranquila en su camita al lado del ventanal.

Antes de salir hacia la iglesia, fui a verla una vez más. Se levantó con esfuerzo y me lamió la mano. —Te amo, viejita— le dije entre lágrimas.

La ceremonia fue un torbellino: promesas, aplausos, arroz volando por todas partes. Martín me miraba con esos ojos llenos de futuro y yo intentaba no pensar en lo que había dejado atrás.

Al regresar a casa esa noche, exhausta pero feliz, lo primero que hice fue buscar a Canela. Estaba acostada, respirando despacio. Me arrodillé a su lado y sentí cómo su corazón latía débilmente bajo mi mano.

—Gracias por esperarme— le susurré.

Esa madrugada, mientras todos dormían después del festejo, Canela se fue en silencio. No hubo llantos ni aullidos; solo una paz profunda que llenó el cuarto. Sentí que me arrancaban un pedazo del alma.

Los días siguientes fueron un torbellino de emociones encontradas: alegría por el nuevo comienzo y un dolor punzante por la ausencia de mi compañera fiel. Mi mamá intentó consolarme: “Así son los ciclos, Sol. Ella te cuidó hasta el final”.

Pero yo no podía evitar preguntarme si había hecho suficiente por ella; si había notado sus señales de cansancio o si estuve demasiado ocupada planeando mi felicidad para ver su despedida silenciosa.

Martín me abrazó una noche mientras lloraba en la cocina: —Canela te eligió todos los días. Y hoy te dejó ir para que seas feliz—.

A veces creo escuchar sus patitas recorriendo el pasillo o siento su calor junto a mis pies cuando despierto sobresaltada por alguna pesadilla. La casa está llena de recuerdos: su correa colgada detrás de la puerta, los juguetes mordidos bajo el sillón, las fotos en la heladera.

Hoy entiendo que Canela no solo fue mi perra; fue mi familia cuando todo se desmoronaba, mi refugio cuando el mundo era hostil y mi alegría cuando todo parecía perdido.

Ahora que empiezo este nuevo capítulo con Martín, llevo a Canela conmigo en cada paso. Su amor incondicional me enseñó que las despedidas duelen porque los vínculos verdaderos nunca desaparecen del todo.

¿Alguna vez sintieron que una mascota les salvó la vida? ¿Cómo se sigue adelante después de perder a quien te acompañó en cada momento importante?