Fe en la tormenta: Cuando la esperanza es lo único que queda
—¡No puedo más, Lucía! —gritó Javier, mi esposo, mientras arrojaba las facturas sobre la mesa de la cocina. El eco de su voz retumbó en el pequeño apartamento de Ciudad de México, donde las paredes parecían encogerse cada día más. Yo lo miré, con el corazón apretado y las manos temblorosas, mientras intentaba no dejar caer las lágrimas frente a nuestros hijos, Valentina y Emiliano, que jugaban en el cuarto contiguo sin saber que el mundo de sus padres se desmoronaba.
Esa noche, como tantas otras, me senté en la cama abrazando mis rodillas. El refrigerador zumbaba vacío; solo quedaba un poco de arroz y una bolsa de frijoles. Javier se había quedado sin trabajo hacía tres meses, y yo apenas lograba juntar unos pesos vendiendo gelatinas en la esquina. Las cuentas de la luz y el agua amenazaban con cortarnos los servicios. Me preguntaba cómo habíamos llegado a este punto, cómo era posible que después de tantos años luchando, estuviéramos al borde del abismo.
—¿Por qué a nosotros, Dios mío? —susurré al techo oscuro—. ¿Por qué no nos das una señal?
Javier entró al cuarto y se sentó a mi lado. Su rostro estaba cansado, envejecido por la preocupación. —Perdóname, Lucía. No debí gritarte. Es que siento que todo se me escapa de las manos.
Le tomé la mano y lloramos juntos en silencio. No era la primera vez que discutíamos por dinero, pero esa noche sentí que algo dentro de mí se rompía. Recordé a mi madre diciéndome: “Cuando todo falte, hija, agárrate de tu fe”. Pero ¿cómo tener fe cuando tus hijos te preguntan si mañana habrá desayuno?
A la mañana siguiente, Valentina me abrazó fuerte antes de irse a la escuela. —Mamá, ¿por qué no desayunamos como antes?
No supe qué responderle. Le di un beso en la frente y le prometí que pronto todo mejoraría. Pero por dentro me sentía una mentirosa.
Esa tarde salí a vender gelatinas bajo el sol ardiente. La gente pasaba apurada, algunos me miraban con lástima, otros ni siquiera me veían. Una señora mayor se detuvo y me compró dos gelatinas. —Dios te bendiga, hija —me dijo—. No pierdas la esperanza.
Sus palabras me calaron hondo. Esa noche, mientras Javier dormía, me arrodillé junto a la cama y recé como no lo hacía desde niña. Le pedí a Dios fuerzas para seguir adelante, aunque fuera solo un día más.
Los días siguientes fueron una lucha constante. Javier buscaba trabajo sin descanso; yo vendía lo que podía y hasta lavaba ropa ajena para ganar unos pesos extra. Las discusiones se volvieron más frecuentes: él se sentía inútil; yo me sentía sola. A veces pensaba en rendirme, en dejarlo todo y regresar al pueblo con mis padres. Pero luego veía a mis hijos dormir juntos en la cama y recordaba por qué seguía luchando.
Una tarde, mientras lavaba ropa en el patio común del edificio, escuché a las vecinas murmurar sobre mí:
—Pobrecita Lucía… dicen que ya ni para comer tiene.
—¿Y Javier? ¿No que muy trabajador?
Sentí rabia y vergüenza. Quise gritarles que no sabían nada de nuestra vida, pero solo apreté los dientes y seguí tallando la ropa hasta que los nudillos me sangraron.
Esa noche, Javier llegó con los hombros caídos. —Me ofrecieron trabajo en una construcción… pero es lejos y pagan poco.
—Tómalo —le dije sin dudar—. Lo importante es empezar de nuevo.
Él asintió en silencio y por primera vez en semanas vi un destello de esperanza en sus ojos.
Los días siguientes fueron duros. Javier salía antes del amanecer y regresaba exhausto; yo seguía vendiendo gelatinas y lavando ropa. A veces solo teníamos tortillas con sal para cenar, pero agradecíamos tenernos los unos a los otros.
Un domingo por la tarde, mientras preparaba arroz para los niños, tocaron la puerta. Era doña Carmen, la vecina del tercer piso.
—Lucía, supe que estás pasando por momentos difíciles… Mira, tengo algo de despensa que me sobra. No es mucho, pero quiero compartirlo contigo.
Me entregó una bolsa con arroz, lentejas y algunas verduras. Lloré de gratitud mientras ella me abrazaba fuerte.
Esa noche cenamos como reyes y por primera vez en mucho tiempo sentí que Dios nos había escuchado.
Poco a poco las cosas empezaron a mejorar. Javier consiguió un empleo fijo como ayudante de albañil; yo logré vender más gelatinas gracias a una señora que me recomendó con sus amigas del mercado. Los niños volvieron a sonreír y las discusiones con Javier se hicieron menos frecuentes.
Pero no todo fue fácil. Un día Javier llegó cojeando: se había lastimado el pie en la obra y tuvo que guardar reposo una semana entera. Volvieron los miedos y las dudas; otra vez sentí que el mundo se nos venía encima.
—¿Y si nunca salimos de esto? —me preguntó una noche mientras yo le curaba el pie.
—Tenemos fe —le respondí—. Y mientras tengamos fe y estemos juntos, nada nos va a derrotar.
Con el tiempo aprendí a ver los pequeños milagros: una vecina solidaria, un cliente generoso, un abrazo inesperado de mis hijos. Aprendí que la fe no es esperar que todo salga bien, sino seguir adelante aun cuando todo parece perdido.
Hoy miro atrás y veo cuánto hemos crecido como familia. Seguimos luchando cada día, pero ya no tengo miedo al futuro. Sé que mientras tengamos fe y nos apoyemos unos a otros, siempre habrá esperanza.
A veces me pregunto: ¿Cuántas familias como la mía están pasando por lo mismo? ¿Cuántos milagros pequeños ocurren cada día sin que nadie los vea? ¿Y tú… alguna vez sentiste que tu fe era lo único que te quedaba?