Fragmentos de una Flor Rota

—¡Mariana! ¿Por qué no contestas? ¡Mamá está peor, ven ya!— La voz de Lucía me atravesó como un cuchillo, justo cuando intentaba dormir unos minutos más en la habitación que compartíamos desde niñas. El sol de la Ciudad de México apenas se colaba por la cortina raída, y el bullicio de la calle apenas era un murmullo lejano. Pero en ese instante, todo mi mundo se redujo a esa llamada.

Me senté de golpe en la cama, el corazón desbocado. Lucía me miraba desde el otro lado del cuarto, con los ojos llenos de rabia y miedo. Cerró su libro de biología con un golpe seco y cruzó los brazos.

—Siempre eres igual, Mariana. Siempre tarde para todo —me recriminó.

No respondí. Solo tomé el teléfono y corrí al cuarto de mamá. El olor a medicamentos y flores marchitas me golpeó antes de abrir la puerta. Mamá estaba ahí, tan pequeña entre las sábanas, respirando con dificultad. Papá le sostenía la mano, pero su mirada estaba perdida en algún punto del pasado.

—¿Qué pasó? —pregunté, tratando de no llorar.

—No quiere comer —dijo papá sin mirarme—. Dice que le duele todo.

Me acerqué a mamá y le acaricié el cabello. Ella abrió los ojos y me sonrió, una sonrisa rota pero llena de amor.

—Mi florcita… —susurró—. No te preocupes, solo estoy cansada.

Lucía entró detrás de mí, furiosa.

—¡No puedes rendirte, mamá! ¡Tienes que luchar! —gritó, y las lágrimas le corrieron por las mejillas.

Mamá solo cerró los ojos. Yo sentí una rabia sorda contra Lucía, contra papá, contra todos. ¿Por qué nadie entendía que mamá estaba cansada? ¿Por qué nadie me preguntaba cómo me sentía yo?

Salí del cuarto y me encerré en el baño. Me miré al espejo: ojeras profundas, cabello desordenado, la camiseta vieja con la que dormía desde hace semanas. Me sentí invisible. Siempre era Lucía la fuerte, la que sacaba dieces en la universidad, la que todos admiraban. Yo era solo Mariana, la que no sabía qué hacer con su vida, la que trabajaba medio tiempo en una cafetería para ayudar con los gastos.

Recordé cuando mamá nos llevaba al parque Alameda los domingos. Lucía siempre corría adelante, valiente y decidida. Yo me quedaba atrás, recogiendo flores caídas para hacer ramos pequeños que le regalaba a mamá. Ella siempre decía: ‘Cada flor es un deseo, Mariana. Nunca dejes de soñar’.

Pero ahora los sueños se habían marchitado como las flores del cuarto de mamá.

Esa tarde llegaron las tías: Rosa y Carmen. Trajeron comida y miradas llenas de lástima. Se sentaron en la sala a murmurar sobre tratamientos milagrosos y remedios caseros.

—¿Ya pensaron en llevarla a Guadalajara? Allá hay un doctor buenísimo —dijo tía Rosa.

—¿Y con qué dinero? —respondió papá, seco como siempre.

Lucía explotó:

—¡Si Mariana no hubiera dejado la universidad podríamos tener más opciones!

Sentí que me arrancaban el aire del pecho.

—¡No es justo! Yo también estoy haciendo lo que puedo —grité.

El silencio cayó como una losa. Mamá nos miraba desde el pasillo, apoyada en la pared.

—No quiero que peleen por mí —dijo con voz débil—. Lo único que quiero es verlas juntas… aunque sea un ratito más.

Esa noche dormimos las tres juntas en su cama. Mamá nos contó historias de cuando era niña en Veracruz: cómo nadaba en el río Papaloapan, cómo bailaba danzón en las fiestas del pueblo. Lucía lloraba en silencio; yo solo apretaba fuerte la mano de mamá.

Los días siguientes fueron una mezcla de esperanza y desesperación. Un día mamá parecía mejor; al siguiente no podía levantarse. Papá se volvió un fantasma en la casa: salía temprano a trabajar y regresaba tarde, ojeroso y derrotado.

Una tarde, mientras le cambiaba las sábanas a mamá, ella me tomó la mano.

—Mariana… prométeme algo —me pidió—. No dejes que el dolor te cierre el corazón. Perdona a tu hermana… y a tu papá también.

No supe qué decirle. Solo asentí mientras las lágrimas me quemaban los ojos.

El final llegó una madrugada lluviosa de junio. Mamá se fue en silencio, mientras Lucía y yo dormíamos abrazadas a su lado. Papá llegó justo cuando los primeros rayos del sol entraban por la ventana.

El funeral fue un desfile de caras conocidas y desconocidas; palabras vacías y abrazos incómodos. Lucía no me habló durante días; papá se encerró en su cuarto y apenas comía.

Yo sentí que flotaba fuera de mi cuerpo, viendo cómo mi familia se desmoronaba poco a poco.

Pasaron semanas antes de que Lucía y yo pudiéramos hablar sin gritar o llorar. Una tarde nos sentamos en el parque Alameda, bajo el mismo árbol donde jugábamos de niñas.

—Perdóname —me dijo Lucía—. No supe cómo manejar todo esto…

—Yo tampoco —le respondí—. Pero tenemos que intentarlo… por mamá.

Nos abrazamos largo rato, dejando que el dolor se mezclara con los recuerdos hermosos.

Hoy han pasado dos años desde que mamá se fue. Papá poco a poco ha vuelto a ser él mismo; Lucía terminó la universidad y yo abrí una pequeña florería con lo poco que heredamos. Cada ramo que vendo lleva una flor caída del parque Alameda; cada flor es un deseo para quienes sufren como yo sufrí.

A veces me pregunto si algún día dejará de doler tanto su ausencia… ¿Cómo se sigue adelante cuando el corazón se rompe? ¿Será verdad que cada flor es un deseo? ¿Ustedes qué piensan?