“Fuiste testigo de cómo mi familia se rompió”: El silencio de una madre y el grito de una hija
—¡¿Por qué nunca dijiste nada, mamá?! —gritó Valeria, con los ojos llenos de lágrimas y la voz quebrada por la rabia. Su esposo, Andrés, acababa de salir dando un portazo que hizo temblar los vidrios de la sala. Yo estaba sentada en la mesa, con las manos apretadas sobre el mantel floreado que había bordado mi madre hace décadas, sintiendo que el aire se volvía más denso con cada palabra no dicha.
No supe qué responderle. ¿Qué podía decirle a mi hija, si yo misma me sentía culpable por haberme quedado callada? Desde pequeña, Valeria fue un torbellino: intensa, apasionada, con una voz que llenaba la casa y una risa que podía escucharse desde la calle. Decían que era igualita a mi mamá, Doña Rosa, aunque nunca llegaron a conocerse. Mi madre fue una mujer fuerte, de esas que no se dejan pisotear por nadie, ni siquiera por la vida. Yo, en cambio, aprendí a callar para evitar peleas, a ceder para mantener la paz.
Valeria creció en una casa donde nunca se gritaba. Mi esposo, Ernesto, era un hombre tranquilo, de esos que prefieren leer el periódico antes que discutir. Siempre creímos que el ejemplo era suficiente: si nosotros éramos calmados, ella aprendería a serlo también. Pero la sangre pesa más que la costumbre, y Valeria heredó el fuego de su abuela.
Cuando conoció a Andrés, pensé que por fin había encontrado a alguien que pudiera equilibrarla. Él era paciente, trabajador, hijo de inmigrantes peruanos que llegaron a Buenos Aires buscando un futuro mejor. Al principio todo era risas y promesas; pero pronto las discusiones comenzaron a llenar el departamento donde vivían. Yo escuchaba los gritos desde el teléfono cuando Valeria me llamaba llorando o furiosa.
—Mamá, Andrés no me entiende —me decía—. Siempre quiere tener la razón.
Yo le respondía con frases hechas: “Hija, hay que ceder a veces”, “No todo es blanco o negro”, “Hablen con calma”. Pero nunca fui más allá. No quería meterme en su relación; temía repetir los errores de mi madre, que opinaba sobre todo y terminaba peleada con medio barrio.
El tiempo pasó y las peleas se hicieron más frecuentes. Una noche, Valeria llegó a casa con un moretón en el brazo. Dijo que se había golpeado con la puerta. No pregunté más. Sentí miedo de escuchar una verdad que no quería aceptar. Ernesto me miró en silencio; él tampoco dijo nada.
—¿Deberíamos hablar con ella? —me preguntó esa noche mientras lavábamos los platos.
—No quiero que piense que nos metemos en su vida —le respondí—. Ya es grande.
Pero el silencio pesaba cada vez más. Las reuniones familiares se volvieron incómodas; Andrés apenas hablaba y Valeria estaba siempre al borde del llanto o del enojo. Mi nieto Tomás, de apenas cinco años, se aferraba a mi falda cuando los veía discutir.
Una tarde lluviosa de julio, Valeria llegó a casa empapada y temblando. Se sentó frente a mí y rompió en llanto.
—Mamá, no puedo más —dijo entre sollozos—. Andrés me grita todo el tiempo, me dice cosas horribles… A veces pienso que es mi culpa.
La abracé fuerte, sintiendo su dolor como si fuera mío. Quise decirle tantas cosas: que nadie merece ser maltratado, que el amor no duele así, que yo estaba ahí para ella… Pero las palabras se quedaron atoradas en mi garganta. Solo atiné a prepararle un té y a escucharla en silencio.
Esa noche, Ernesto me miró con reproche.
—¿Por qué no le dijiste nada? —susurró—. A veces hay que intervenir.
Pero yo tenía miedo. Miedo de perderla, miedo de equivocarme, miedo de repetir la historia de mi madre y terminar sola.
Los meses pasaron y Valeria decidió separarse. Andrés se fue del departamento y ella volvió a casa con Tomás. Pero el dolor no terminó ahí. Un día cualquiera, mientras preparábamos empanadas en la cocina, explotó todo lo que habíamos callado durante años.
—Vos viste cómo me trataba —me gritó Valeria—. Vos sabías lo que pasaba y no hiciste nada… ¡Nada! ¿Sabés lo sola que me sentí?
Sentí una punzada en el pecho. Quise defenderme, decirle que solo quería protegerla a mi manera, pero entendí que mi silencio había sido una forma de abandono.
—Perdoname, hija —susurré—. Pensé que era mejor no meterme… No quería perderte.
Ella lloró en mis brazos como cuando era niña. Yo también lloré por todo lo que no dije y por lo que nunca podré reparar.
Hoy Valeria está reconstruyendo su vida poco a poco. Tomás sonríe más seguido y la casa vuelve a llenarse de risas algunas tardes. Pero entre nosotras quedó una herida abierta: la pregunta de si hice bien o mal al quedarme callada.
A veces me despierto en la madrugada y me pregunto: ¿Hasta dónde debe llegar el amor de una madre? ¿Es mejor callar para no herir o hablar aunque duela? ¿Cuántas familias en nuestro país han callado por miedo y han terminado perdiéndose unas a otras?
¿Ustedes qué habrían hecho en mi lugar? ¿Es posible reparar lo que el silencio rompió?