Gritos en el parque: El día que perdí el control por mi hija

—¡No le pegues a mi hija! —grité, sin reconocer mi propia voz, mientras corría hacia el arenero del parque central de San Miguel. El sol de la tarde caía pesado sobre los juegos oxidados y los gritos de los niños se mezclaban con el bullicio de los vendedores ambulantes. Mi corazón latía tan fuerte que sentía que se me iba a salir del pecho. Luciana, mi hija de tres años, estaba sentada en la arena, con las mejillas empapadas de lágrimas y la camiseta rosada manchada de tierra. Frente a ella, un niño un poco mayor, tal vez cinco años, la miraba desafiante, con un puño todavía cerrado.

Me lancé hacia ellos, apartando a otros niños sin querer. Sentí las miradas de las otras madres clavarse en mi espalda como agujas. —¿Dónde está tu mamá? —le pregunté al niño, con una furia que no sabía que tenía. El niño retrocedió, asustado, y entonces apareció una mujer de unos cuarenta años, con el ceño fruncido y las manos en la cintura.

—¿Qué pasa aquí? —preguntó la mujer, que después supe se llamaba Verónica.

—Su hijo le pegó a mi hija —dije, señalando a Luciana, que seguía sollozando. Verónica me miró de arriba abajo, como evaluando si valía la pena discutir conmigo.

—Los niños pelean, señora. No es para tanto —respondió con desdén.

Sentí cómo la rabia me subía por la garganta. —¡No es normal que le pegue! ¡Enséñele a respetar! —le grité, sin importarme que todos los presentes nos miraran ya abiertamente.

Verónica se acercó a su hijo y lo tomó del brazo. —Vamos, Matías. No tienes por qué aguantar gritos de extraños —dijo, lanzándome una mirada de desprecio.

Me quedé ahí, temblando, mientras Luciana se aferraba a mi pierna. Sentí una mezcla de alivio y vergüenza. ¿Había hecho lo correcto? ¿O solo había dado un espectáculo?

Esa noche, mientras bañaba a Luciana, ella me miró con sus grandes ojos marrones y preguntó:

—¿Por qué ese niño me pegó?

No supe qué responderle. Me limité a abrazarla fuerte y decirle que yo siempre iba a estar para protegerla. Pero en mi interior, la duda me carcomía: ¿la estaba enseñando a defenderse o solo a responder violencia con más violencia?

Mi esposo, Gabriel, llegó tarde esa noche. Cuando le conté lo sucedido, suspiró y me dijo:

—Amor, sé que querías protegerla, pero tal vez te dejaste llevar demasiado. Los niños aprenden de lo que ven.

Me sentí incomprendida y sola. ¿Acaso no era mi deber defender a mi hija? Recordé mi propia infancia en Lima, cuando mi madre me decía que no debía dejarme pisotear por nadie. Pero también recordé las veces que sus gritos solo empeoraron las cosas.

Al día siguiente, evité el parque. No quería enfrentarme a las miradas ni a los murmullos de las otras madres. Pero Luciana insistió tanto que no tuve más remedio que llevarla. Caminamos en silencio hasta el mismo arenero donde todo había ocurrido.

Al llegar, vi a Verónica sentada en una banca, mirando su celular. Matías jugaba solo en un rincón. Las demás madres cuchicheaban entre ellas y me lanzaban miradas furtivas. Sentí un nudo en el estómago.

Luciana se acercó tímidamente a un grupo de niños. Uno de ellos le ofreció una pala y ella sonrió tímida. Me senté en una banca y traté de no mirar a nadie.

De pronto, sentí que alguien se sentaba a mi lado. Era Verónica.

—Mira… —empezó ella, sin mirarme— Ayer me pasé un poco. No es fácil criar sola a un niño tan inquieto como Matías.

Me sorprendió su sinceridad. —Yo tampoco estuve bien —admití—. Me dejé llevar por el miedo y la rabia.

Verónica suspiró. —En este país todo es pelea… hasta en el parque. Yo solo quiero que Matías aprenda a defenderse, pero sin lastimar a otros.

Nos quedamos en silencio unos minutos, mirando cómo nuestros hijos jugaban cada uno por su lado.

—¿Y si intentamos que jueguen juntos? —sugerí tímidamente.

Verónica asintió y llamó a Matías. Yo animé a Luciana a acercarse. Al principio hubo tensión, pero poco a poco los niños empezaron a compartir los juguetes y hasta se rieron juntos cuando un perro callejero les robó una pelota.

Esa tarde regresé a casa con una sensación extraña: alivio mezclado con tristeza. Me di cuenta de que muchas veces los adultos complicamos lo que para los niños es simple: pelean, lloran, se reconcilian y siguen jugando.

Sin embargo, la culpa seguía ahí. En la cena, Gabriel me preguntó:

—¿Te sientes mejor?

—No lo sé —respondí—. Siento que fallé como madre y como persona.

Él me tomó la mano y me dijo:

—Nadie tiene el manual perfecto para esto. Lo importante es aprender y no repetir los mismos errores.

Esa noche no pude dormir bien. Pensé en todas las veces que había juzgado a otras madres por perder el control o por ser demasiado permisivas. Ahora entendía lo difícil que era encontrar el equilibrio entre proteger y sobreproteger.

Al día siguiente volví al parque con Luciana. Esta vez saludé a Verónica y nos sentamos juntas mientras nuestros hijos jugaban como si nada hubiera pasado.

—¿Sabes? —me dijo ella— A veces siento que estoy criando a Matías para sobrevivir en un mundo hostil… pero no quiero que sea parte de ese mundo.

La entendí perfectamente. En Lima, como en muchas ciudades de Latinoamérica, la violencia parece estar siempre al acecho: en las calles, en los colegios, hasta en los parques infantiles.

—Quizás lo único que podemos hacer es enseñarles a ser amables… aunque el mundo no lo sea —le respondí.

Verónica sonrió tristemente y asintió.

Esa tarde vi cómo Luciana ayudaba a Matías a levantarse después de una caída. Me sentí orgullosa y aliviada al mismo tiempo.

Ahora entiendo que no hay respuestas fáciles cuando se trata de criar hijos en nuestra realidad latinoamericana. La línea entre protegerlos y enseñarles a enfrentar el mundo es tan delgada como una cuerda floja sobre el abismo del miedo y la culpa.

A veces me pregunto: ¿cuántas veces más perderé el control antes de aprender? ¿Y ustedes? ¿Han sentido alguna vez esa mezcla de rabia y culpa por defender a sus hijos? ¿Qué harían diferente?